Yo veía todo
desde una sillita portátil. No me volvería a ocurrir. Hace seis años permanecí de
pie cerca de cinco horas, bajo un sol inclemente, en otra fila dispuesta para
que los recién llegados a provincia pudiéramos votar en una de las dos casillas
que la ciudad dispuso para los fuereños. Las elecciones del 2006 habían dividido
y acabado con mi familia. Con el propósito de reunirla en un odio común, decidí
aquel verano votar por el PRI, a pesar de haberlo hecho siempre por el PRD. Pero
nadie votó, porque cuando faltaban 12 personas para entrar a las urnas,
Emiliano, que tenía apenas dos años y medio, empezó a vomitar como una fuente y
debimos abandonar la olorosa fila frente a los ojos rencorosos de la ciudadanía
que debió cargar con la peste. Ese mismo día comprendí que la decisión de
Emiliano había sido la más sensata y había evitado, a los integrantes de mi
familia, la vergüenza de nuestra elección.
A las siete de
la mañana cualquier fila ofrece un espectáculo deprimente. Todos los allí
formados vestían de color oscuro. Por eso destacaban dos personajes curiosos:
un muchacho que combinaba el horror de sus Crogs rosa mexicano con una gorra
donde venían estampados los símbolos del ascenso y caída de nuestra dolida
civilización: en la visera, la imagen de la Guadalupana; en la gorra, el escudo
de la Selección Mexicana de Futbol, ambos bordados primorosamente, lo juro, en
chaquira y lentejuela, como la china poblana. Lo más singular del joven era su
voz, que cada cinco minutos repetía, en el infaltable celular, “vale verga”. El
otro personaje raro era una muchacha que con brevísima minifalda amarilla,
besaba apasionadamente a su novio, del que nunca pude conocer el rostro. A las
10 de la mañana, mientras sudaba a causa de mi chamarra con forro de falso
borrego, pensé que al menos era lindo vivir en una “entidad” donde no está
prohibido besarse a placer, en plena calle, y mostrar las piernas a cualquier
hora del día.
“Hace falta
valor civil, para seguir aquí”, dijo una señora, al cuarto para las once. Para
mí, “valor civil” está ligado axiomáticamente a la voz de mi madre: “Ten el
valor civil de reconocer que mentiste” o “ten el valor civil de admitir que te
comiste el postre, que manchaste la blusa de tu hermana, que viste feo a la
maestra…”. Valor civil es, para mí, algo parecido a esa parte del “Credo”,
cuando uno se da golpes en el pecho mientras murmura contrito: “por mi culpa,
por mi culpa, por mi grande culpa”. Si yo hubiera sido una ciudadana ejemplar,
no habría esperado a la última semana para hacer el trámite y hoy debía tener
el valor civil de reconocerlo: por mi culpa, por mi grande culpa. Eso pensaba
cuando llegué, por fin, al primero de los tres “retenes”, donde los empleados
revisaban si el ciudadano traía todos los documentos en regla. El muchacho de
los Crogs fue eliminado y se fue gritando su consigna. Yo estaba
aterrada: la voracidad de mi gato acabó con una esquina de mi única acta de
nacimiento original. Pasé, y gracias a mi temprana euforia pude advertir que junto al letrero
que decía “Módulo de atención ciudadana”, había otro, igual de grande, que en
letras negras y rojas señalaba: “Prohibida la entrada a VENDEDORES AMBULANTES,
ADIVINADORES (ofrecer lectura de mano). Cualquier persona que sea sorprendida
será consignada ante las autoridades”. Entonces avanzó la fila y pude
finalmente entrar a la horrenda construcción cuyo arquitecto supuso que emulaba
Teotihuacán. En el pasillo anterior al segundo retén (donde revisaban lo mismo), estaban acomodadas varias mesas de libros a la venta:
la obra completa de Paulo Cohelo, las aventuras del niño mago, una versión
Anime de El arte de la guerra y El libro de la selva (“en sólo 25
páginas!”, decía la orgullosa portada); La
filosofía del Dr. House; Las mujeres que aman demasiado; Humano, demasiado
humano; Historia de mis putas tristes, El miedo a la libertad y muchos
libros de Deepak Chopra, uno de los cuales advertía en su contraportada: “Si
supieras que los milagros pueden ocurrir, ¿cuáles pedirías?”. Yo pensé que
definitivamente había errado mi vocación y —recordando que al poeta Joseph
Brodsky lo habían sentenciado a prisión porque los fiscales soviéticos consideraron que la suya era una “vocación socialmente parásita”— consideré que
era ya un milagro no compartir con los ambulantes y los adivinadores el cartel de
la entrada. “Qué estúpida pretensión”, me reconvine inmediatamente.
Dos horas más
tarde, y una vez revisada nuevamente mi documentación, pasé a que me tomaran la
foto y debí esperar una hora más a que “escanearan” mis documentos. Salí con el
alma inflamada de nacionalismo, con un papelito que me augura que el 9 de
febrero deberé pasar por un nuevo tormento para al fin tener la preciada
Credencial de Elector. Con ella en la mano estaré segura de que ese dios sabe
que yo soy yo; que tendré la oportunidad de elegir a uno de sus feligreses quien,
como él, ni me vea ni me oiga; pero también podré hacer otro trámite para sacar
mi pasaporte, abandonar definitivamente la fila y buscar un paraíso donde nadie
me exija que demuestre que yo soy yo y los adivinos tengan futuro. Pero ese
paraíso no existe.
Por mi culpa,
por mi culpa, por mi grande culpa.
2 comentarios:
Muy buena crónica de un horror anunciado, querida Malva,comparto tu indignación y siempre que paso por algún módulo del IFE me pregunto si poner esta fecha tope y haciendo padecer a la gente --que por las razones que sean no había sacado su credencial-- no será otra trampa más para desanimar y eliminar votantes. La cerrazón del IFE para no ampliar el periodo me provoca sospechas. Para la próxima, mejor saca la cita por Internet, en 30 minutos se arregla todo, y no te lo digo en mala onda, sino para contrastar el abismo que hay entre nosotros los mexicanos (los que tenemos acceso a los media y los que no), un abismo creado por gobiernos interesados sólo en sus poderosos intereses de grupo.
Gracias, Malva: esplendido despliegue de palabras e imagenes. Continua tu trabajo!
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