sábado, 22 de agosto de 2009

Y así por el estilo, de Joseph Brodsky


Sabemos que Joseph Brodsky fue originario de San Petesburgo, esa ciudad cuyo nombre también fue Leningrado: palabra aborrecible para Brodsky según recuerda en un ensayo incluido en Less than One. Sabemos también que su primera mentira estuvo aliada a su identidad. “La conciencia comienza a existir cuando se miente por primera vez, recuerda el poeta. En la biblioteca de la escuela tuve que llenar una solicitud. El quinto espacio era “nacionalidad”. Tenía siete años y sabía muy bien que era judío, pero le dije a la asistente que lo ignoraba”. Pocos años más tarde, a los 15, abandonó esa escuela donde no podía soportar los rostros de sus condiscípulos ni de sus maestros —ese “cosmos kafkiano”— y muchos años después calificaría esa deserción como su primer acto de libertad.
Fue una libertad efímera. El joven, casi adolescente Brodsky, trabajó como obrero —un “verdadero proletario”— operando una máquina de molienda y más tarde en un hospital donde cortaba y cosía cadáveres, sitio desde cuyas ventanas lograba ver el patio de la prisión más famosa de Rusia, llamada Cruces. Irónicamente, a la edad de 24 años los fiscales soviéticos consideraron que su vocación poética era en realidad una vocación socialmente parásita y fue enviado a un campo de trabajo en Siberia.
Todo en matices del gris —recuerda— las prisiones, las fábricas, los hospitales psiquiátricos y los campos de concentración estaban hechos bajo un mismo estilo y eran tan semejantes que parecían unos la prolongación de los otros. En la primavera de 1972, siete años después de ser liberado, con un libro de John Donne en la mano salió de Rusia y se exilió en los Estados Unidos, donde más tarde obtuvo la nacionalidad norteamericana.
Tal vez, Joseph Brodsky hubiera preferido nacer en Venecia, ciudad a la que volvía cada año y sobre la que escribió un mosaico de 51 secuencias breves en el libro Marca de agua. A pesar de haber muerto en Nueva York en 1996, volvió su cuerpo a Venecia donde fue enterrado en el cementerio de San Miquele. Esa preferencia por la hermosa ciudad acuática tenía también una razón de orden físico: Brodsky detestaba el frío, tanto, que Seamus Heaney recuerda cómo, cuando ambos estaban en Dublín y Brodsky se quejaba de una rara ola de calor, Heaney le sugirió que viviera en Irlanda, a lo que rápidamente respondió: “No. No podría tolerar la ausencia de sentido”.
La búsqueda de sentido, su hallazgo a través de la poesía, fue la lucha permanente que este hombre libró durante su corta vida y le llevó a comprender que la poesía era “el único seguro de que disponemos contra la vulgaridad del corazón humano”. La poesía fue también la forma que Brodsky utilizó para enfrentar el que sería uno de los problemas que con mayor recurrencia lo preocuparon: el tiempo.
“El futuro es la panacea para / aquello que es propenso a repetirse” dice en uno de los poemas que integran Y así por el estilo So Forth—, en la traducción del poeta José Luis Rivas; y aunque alguna vez Brodsky afirmó que “Evocar el pasado es mejor recompensa que mirar hacia el futuro [pues], debido a su plenitud, el futuro es propaganda”, no debe creerse que la suya es una poesía de remembranza, adosada al recuerdo sólo como una forma de la melancolía. Es, acaso, una apuesta por la memoria como la vía para hacernos visible la civilización y su pérdida, pero también la presentación de una disputa constante entre el pasado y el futuro como los límites de la vida. Dice Brodsky:
Nadie sabe nunca nada a ciencia cierta.
Al contemplar delante las robustas espaldas de tu encorvado guía,
recuerda que contemplas el futuro y (si es posible) guarda
las distancias con él. Pues, en principio, la vida en sí
sólo es una distancia entre esto y aquello; y sólo vale la pena
apretar el paso si distingues a tu espalda el ruido
de quienes corren detrás de ti por el camino con la cabeza gacha,
sean ellos ladrones, asesinos, o el pasado.
El presente, para Brodsky, sólo tiene lugar en la poesía, en ella se verifica, y es ella, finalmente, la única certidumbre posible, aunque él mismo haya dicho que “en literatura, lo que se acumula no es la pericia, sino la incertidumbre, que es el otro nombre del oficio”.
La conciencia de que la incertidumbre del hombre se deriva de su ser temporal puede parecer una perogrullada, sin embargo, para Brodsky existe una certeza irrefutable, como podemos escuchar en estos versos de So Forth: “Cuando un hombre está solo,/ se encuentra en el futuro […] Cuando un hombre / es infeliz, entonces es el futuro”.
El desgarramiento que ese estar en el tiempo produce para todos es, en el caso del ruso, una raya más al tigre de su desolación. No sólo transita, como todos, entre el pasado y el futuro sino, también, en las distintas geografías que su carácter “socialmente parasitario” le ha deparado. Debe, no obstante, efectuar un tránsito mayor, el de más alto riesgo: cruzar entre los rascacielos de dos lenguas, cargando sobre la cuerda floja la nostalgia de la lengua. Esa nostalgia, que a un tiempo funde tierra, mar y lengua, es constante en las voces de Brodsky y se transforma en motor del poema, por eso puede decir: Ver más

lunes, 10 de agosto de 2009

Eduardo Lizalde, aniversario 80



EL TIGRE




y él, último ejemplar, todos el último

E. Lizalde


Esos jóvenes tigres que cierran el cortejo del rey en calcetines, atados con un lazo de alcoba, balancean la cabeza complacidos: doscientos veinte kilos de pura velocidad transformada en tiovivo. Tócalos, le digo a la criatura que observa en el paso del circo sus ojos abismales, aquel brillo clonado de una especie mayor, inaccesible.

Ya no hay más tigre aquí: parecen y ahora siguen los pasos del ungido arlequín que va contando cuentos en la feria y encabeza el desfile. Tócalos. Ya no muerden. Acaso queden dos, tres tigres carniceros, reales.

Cuando Él dijo Fiat Tigris jamás pensó escuchar plañideras camadas maullando en la azotea o paseando gentiles por la calle. Un sol de otro horizonte aún lamía sus belfos luminosos de sangre. Hundido en la espesura, acechaba la luz: esa bengala por la que transita.

Tócalos sin temor, repito a la criatura absorta en el prodigio domado. Oye su ronroneo. Al genuino lo encuentras por la voz y quedan dos, tres altas, divinas bestias que emponzoñan la noche con su grito de espanto.

Poza de luz y semen, el Sanguinario bebe su propio hedor a rayas: esplende entre brillos ahumados de vasos y botellas, se arroja al río de su contemplación y emerge puro, solo, irrepetible. Un látigo de plumas avista su llegada a la cima del risco. Abajo, la simulada prole avanza: satín y cascabeles. Abrázalos, insisto. Acaricia su piel de terciopelo y nylon.

Ya se inclina por fin el gorro colorido: risa del arlequín que gesticula o danza. Ha terminado el cuento y los jóvenes tigres replican caravanas. Arriba, nada perturba al oro displicente en el risco: el gran gato solar, coronado de tedio, mira que el circo pasa.