lunes, 27 de diciembre de 2010

Todo se confabula para hundirme

A estas alturas del año decidí dar una vuelta por el antiguo mundo de las revistas con el único propósito de leer algo por placer. La tesis sobre Vuelta me ha mantenido alejada del mundo real hace muchos años y en cada cosa que leo encuentro signos que corroboran desde el futuro (o anunciaban en el pasado) la destrucción de un mundo que ante mis ojos un día se esfumó, dejando una polvareda que siempre asocio con la caída de las torres gemelas, no sé por qué. Decía que ando leyendo signos desde hace años. Esos afanes, y las urgencias que la vida me heredó después del derrumbe, me han impedido no sólo leer por el puro gusto de hacerlo sino que, además, no he podido concluir el proyecto, acariciado desde el siglo anterior, de volverme novelista.

Hace como 25 años escribí mi primera novela para el curso de Huberto Batis, un curso de teoría literaria que fomentó mi incapacidad para cualquier pensamiento abstracto, dice David, que padece mi dificultad para entender lo que yo llamo jerga y otros teoría. Advierto que la escritura de la novela fue uno de los trabajos solicitados al grupo por mi adorado profesor que nunca me enseñó alguna teoría pero es culpable de alentar mis vocaciones infantiles. Aunque él no me lo dijo, la novela era un bodrio, pero insistí en la narrativa: el resultado fueron dos libros de cuentos tan prescindibles que el segundo de ellos apareció sin que me diera cuenta y sólo cinco años después de que la UAM lo echara al mundo sin avisarme, mi marido halló algunos ejemplares polvosos en la Librería del Juglar, donde nos haríamos novios. Los ejemplares, sólo cinco, que logré conseguir de Las otras comarcas (Universidad Autónoma Metropolitana, 1990. Correo Menor) revelaban la barbarie de los editores o el mal karma que ando cargando cuando quiero ponerme a narrar: las erratas no podían ser consideradas escandalosas. Ahí había una señal divina que no quise comprender: en la escena de uno de los cuentos, el más ambicioso, el que ocurre en un lugar sin nombre pero que, presumiblemente, está en el desierto, en medio de la nada, el duende de las erratas hizo aparecer ¡un tren! irrumpiendo en la sala de la casa. Por eso nunca leo lo que publico, me avisen o no, del resultado.

Años más tarde, quise escribir una novela sobre la segunda guerra mundial, el plagio de una mujer a manos de un verdugo cuya afición menos violenta era escribir una nueva biografía de César Borgia, uno de mis ídolos. La novela alternaba el desembarco en Normandía con las delicadas formas de tortura que puso en práctica el hermano de Lucrecia y el hallazgo de un abanico, que algún cubano había logrado sacar por el Mariel, junto con otras escasas pertenencias. No recuerdo más de la novela. Sólo el título que aventuraba ya la cursilería del resultado: La sombra del castaño.

Cuando llegué a Xalapa necesitaba volverme una novelista famosa. No por la fama, sino por el dinero. Tres años dediqué a la escritura de una novela cuyo primer título fue Pasta de Conchos, el segundo, Hoy es domingo y el último, Saurio. No pude terminarla porque, como cualquier novela primeriza, era el cajón de los desastres, y eran tantos, que me la pasé llorando las 220 páginas que logré escribir. Como puede advertirse por sus títulos, la trama incluía a un personaje que se había salvado del derrumbe minero, un matrimonio de escritores que cada domingo se preguntaba qué había pasado con sus vidas, destruidas por haber creído en el espejismo creado por Octavio Paz (que en Saurio se llamaba sólo Lozano) y un poeta viejo y ridículo —adorador de Hölderlin y aquejado de cáncer de próstata— que había decidido, para refutar a Bolaño, crear una red virtual de defensa de la poesía. También aparecía mi abuela, que predijo el temblor del 85 (y Huberto Batis es testigo de que así fue) y todos cuantos habían pasado por mi vida. La extensión del drama hacía suponer que la novela se convertiría en Terra nostra. Ya me estaba molestando mucho el hecho de que ese año fueran premiadas varias novelas cuyos personajes eran poetas, pero lo que me desalentó definitivamente, además de mis lágrimas, fue que Sergio Pitol —no uno de los personajes de mi fallida novela, sino el de carne y hueso— me preguntara si ya tenía un agente. Los poetas no tienen agente y entonces comprendí que el hilo conductor de la novela (la entrevista a un poeta que ha ganado el premio más importante de narrativa) era imposible. El otro carril de la novela, la idea de que no hay azar sino destino, se hizo realidad.

Hace dos años, volviendo de Guadalajara, en el avión vi algo que me sorprendió. Varios asientos delante de mí, una mujer se pintaba. Yo sólo podía ver el reflejo de sus ojos en el espejo que de manera muy extraña sostenía y el talón de su pie descalzo, que acariciaba amorosamente con el otro. De pronto, un movimiento del avión reveló la verdad. No había sido un movimiento brusco: ella no tenía mano y sostenía el espejo en la esquina que forma el codo. El regreso de Veracruz a Xalapa lo hice con Sergio y durante el trayecto le dije que esa escena me había impresionado tanto que se me antojaba escribir, por el sólo gusto de hacerlo, una novela de amor, corta, que iniciara justamente con esa escena: un hombre mirando aquel pie desnudo. Con el paso de los días, la novela empezó a tomar forma. Sergio me prestó muchos libros sobre actrices famosas porque decidí que el personaje principal de mi novela sería una actriz en decadencia. Pero detuve la escritura de la novela porque la maldita tesis me reclamaba como un hoyo negro.

Hoy, a las cinco de la mañana, me levanté para seguir escribiendo el capítulo de la tesis llamado “La campaña de las letras”. Estaba furiosa porque en mis estúpidas y recurrentes mudanzas había perdido el libro de sor Juana que Vuelta publicó y que desató una polémica entre Paz, Alatorre y otros más. Harta, decidí volver al viejo mundo de las revistas sólo por el gusto de leer. Cometí un error. Abrí el portal de Letras Libres y ahí estaba el azar, guiñándome un ojo. Las primeras líneas del cuento de Villoro dicen:

Nunca antes me había cautivado un pie, al menos no de ese modo. Me senté en el asiento del avión, bajé la vista y sentí, de manera intensa e inconfundible, que los dedos bajo la trabilla de una sandalia reclamaban mi atención. Un pie leve, delicado. Mi excitación me sorprendió por varias razones: eran las seis de la mañana y la realidad se deslizaba ante mí como una deficiente película mexicana.”

miércoles, 1 de diciembre de 2010

La revista equivocada, el espejismo

Los poetas te meten en unos líos horrorosos. Tú llevas a un poeta a ponerle una condecoración y te puede llegar hecho un asco, ponerse a gritar, querer pellizcarle el culo a la ministra, los poetas son imposibles.

Félix de Azúa

Cuando leí las palabras de Azúa en una entrevista reciente, solté la carcajada. Imaginé al contingente de poetas heroicos, “imposibles” y recordé las palabras de un querido amigo, crítico consagrado, mientras nos dirigíamos a participar en una mesa redonda durante alguna feria de libro: ese espacio que impone una competencia no escrita sobre el número de libros adquiridos y del que salen los compradores con bolsas cargadas de volúmenes que nunca alcanzarán la gracia de la lectura. “No gana uno para vergüenzas con los poetas” (cito de memoria), dijo mi amigo, aludiendo a un escándalo protagonizado por los bardos en el recinto ferial.

Yo caminaba junto a él entre los numerosos “stands” como quien transita el pegajoso túnel de los rastros: nuestra participación, junto a dos exitosos narradores, consistía en hablar de nuestros “rituales” de escritura. Un auditorio atestado esperaba a los escritores, anhelando conocer qué ritual, qué extraña anomalía hacía de quienes se sentaban a la mesa, seres extraordinarios, fabulosos animales de un circo “de mentiritas”. El resultado era previsible. Los narradores exitosos hicieron gala de sus manías y alguno de ellos, como en el palenque, documentó con claridad que la crítica le tenía sin cuidado. Él sólo escribía para ese público fervoroso, que fervorosamente le aplaudió arrobado. Mi amigo el crítico se defendió como pudo del anonimato que cayó sobre mí, pues no pude inventar alguna manía distinta a la de levantarme a las cinco de la mañana y tomar café. Hubiera podido hacer gala de algún extraño padecimiento; tal vez necesitaba decir que, debido al género literario que practico, antes de escribir un poema debo tomar cuatro cervezas. ¿Habría sido simpático discurrir sobre la revisión del canon en el escusado y otras licencias fisiológicas? Quizá debí asumir la personalidad de Bolaño antes de volverse estrella. Nada se me ocurrió y comprendí que yo era una vieja poeta “de mantel”, como llaman ahora a los poetas que no practican gimnasia en el escenario y no disponen de un aparato esotérico-pictórico-musical que los acompañe.

Todo eso recordé cuando leí las palabras de Azúa. Imaginé (y luego comprobé en Facebook) que la cita tendría mucho éxito (entre los poetas, naturalmente). Siempre es lindo sentirse el descarriado. Es heroico y viste bien ser el chivo en la cristalería. Ser “incómodo” ha sido la función de los poetas pero, además de pellizcarle el culo a la ministra, de levantarse en el foro como los antiguos aedas, o de protagonizar escándalos en las ferias y pasillos literarios, los poetas eran incómodos porque eran críticos (no sólo de poesía). Eso también ya está pasado de moda. Lo de hoy es decir: “yo sólo leo poesía (extranjera, naturalmente; eslava o anglo de preferencia)” y “yo sólo escribo poesía (irreverente, por supuesto; de preferencia no sublime ni solemne)”.

Algunos se han quejado de la falta de crítica de poesía en las revistas y suplementos literarios. Yo misma he dicho que en las publicaciones actuales la poesía es como la figurita de Lladró con la que se adornan algunas casas para recibir a los invitados. El espectáculo no puede ser más triste pero es común en todas nuestras revistas culturales que aspiran al canon hemerográfico. En general, los artículos sobre poesía son escasos. Las reseñas, un desierto.

Una revisión de algunas de las revistas puede constatarlo. Elegí cuatro: dos revistas independientes de alto tiraje; una subvencionada por el estado y otra, también subvencionada, pero universitaria.

En enero, La Gaceta del Fondo de Cultura Económica le dedicó todo el número a la poesía pero no a su crítica o reflexión. Se trató de una extraña antología de “las voces más representativas del catálogo de poetas con que cuenta el Fondo”. En ella Sor Juana departe con Feli Dávalos, por ejemplo. Guadalupe Amor y César Vallejo, Rosario Castellanos y Ezra Pound, Elías Nandino y Pavese comparten también páginas en un orden cuyo criterio sólo Dios puede conocer y del que eliminó de un plumazo a poetas esenciales del catálogo de Tierra Firme, a la mayoría publicada en Letras Mexicanas y la obra poética de Octavio Paz, completa. La portada se ilustró con obra de Vlady: inmensos elefantes sobre escaleras que no van ni vienen de lado alguno, un arco del triunfo en llamas, vigas de una construcción en ruinas y la figura de un hombre que desnudo y de cabeza parece caer siguiendo al mundo. Esa imagen, junto al título del número de enero —“Poesía en el Fondo”— muestra la sagacidad de sus visionarios editores. Pero después de ese inicio alentador, la poesía fue enviada nuevamente al fondo. Un artículo de Alfonso Reyes sobre San Juan de la Cruz es, como en el futbol, el gol de la honrilla para La Gaceta, hasta octubre. Pero ¿a quién le importa ese partido?

La Revista de la Universidad, refrenda su tradición pues, como dice David Huerta en uno de sus artículos: “Las ediciones universitarias siempre han tenido lugar para la poesía”. En los últimos diez meses publicó una veintena de artículos sobre poesía, 70% de los cuales corresponden a buena parte de los asuntos que trataron las columnas de dos poetas: Adolfo Castañón (“A veces prosa”) y el propio Huerta (“Aguas aéreas”). El resto se ocupó, en este año bicentenario, de nuestros poetas muertos o de nuestros poetas premiados. Hubo dos reseñas y algunos poemas, entre los que destaca la selección de Ramón Xirau: “Seis poetas catalanes”. (Un paréntesis: leyendo el hermoso texto que Christopher Domínguez escribe sobre Valery Larbaud —“El príncipe de la curiosidad”, en su columna “La epopeya de la clausura”— me asalta una revelación sobre las migraciones literarias. Domínguez, Xirau, Castañón y hasta De la Colina e Hiriart, en esta revista, me hacen recordar otras).

De Nexos no habría por qué sorprenderse si se encuentran menos artículos sobre poesía que dedos de la mano, algunas alusiones en “Estante” y tres reseñas, que ya vienen siendo un “aporte significativo o emblemático” (para decirlo académicamente) del interés que el género despierta en los editores. Sin embargo, atentos al papel intelectual de los poetas, en el número de abril publicaron un ensayo de Amado Nervo, “La eutanasia”, que ya habían incluido en noviembre de 1995 y que fue publicado en 1913 por primera vez.

¿Cómo no sentir júbilo al ver que Letras Libres, religiosamente, incluye al menos tres poemas mensuales y publicó durante el año cinco artículos sobre poesía y una reseña de libros de poesía en promedio por número? De sor Juana para acá el amplio espectro de sus novedades reseñadas debe alegrarnos. Ya no me alegro tanto cuando veo que entre los “Doce libros del siglo XX mexicano”, que mes a mes comentaron, no hay uno solo de poesía. Ni Muerte sin fin, Nostalgia de la muerte, Los hombres del alba, Libertad bajo palabra, No me preguntes cómo pasa el tiempo y tantos otros pudieron alcanzar un boleto de entrada al canon centenario. Como la nota que acompaña el inicio de la serie advierte que “La Historia no sólo la hacen los actores sociales y políticos, también quienes la piensan y escriben”, imagino que los libros de poesía no entran en esa clasificación porque es un género que tiene una relación nula con la Historia…; no así la revista Examen, dirigida por Cuesta, que puntualmente fue comentada por Guillermo Sheridan. (Aún tengo esperanzas pues en el número de diciembre, estoy segura, alguien hablará de la Suave patria, poema que no podemos dejar en el olvido si deseamos propiciar la lectura de “títulos indispensables para entender el México del siglo XX”.)

La crítica de poesía está a la baja...Seguir leyendo en Guardagujas núm. 17 (diciembre, 2010)

sábado, 25 de septiembre de 2010

Una revista es... I


Una revista...

  • Hay tres poderes en Francia: la banca judía, el partido comunista y la NRF. ¡Comencemos por la NRF! (Frase atribuida a Otto Abetz, embajador de Hitler en París)
  • Una de las instituciones centrales de la vida intelectual. (Lewis Coser. Hombres de ideas)
  • Examen es una revista que sólo circula entre un reducido grupo de personas inteligentes. (Jorge Cuesta, “La política de la moral”. Examen 3)
  • Enseña las cubiertas, que vienen a ser las alas de ese efímero y frágil díptero: la revista. Eugenio D’Ors
  • Una revista, querido lector, no es en el fondo más que una conversación. Enrique Krauze, Letras Libres 1
  • La revista debiera diferenciarse del libro como lo público de lo privado. El libro es la obra hecha cosa, orgánica e impersonal. Pero la vida intelectual actúa también en formas previas, preparatorias, confidenciales –se compone también de juicios tiernos, de sospechas, de curiosidades, de insinuaciones, fauna exquisita y delicada que no puede vivir aún en perfecta separación de su autor, que sólo alienta en un clima de confesión, de intimidad. (José Ortega y Gasset “Sobre un periódico de las letras”. La Gaceta Literaria, 1)
  • Algo menos que una religión y algo más que una secta. (Octavio Paz sobre Sur, en “Victoria Ocampo.” Vuelta 30)
  • Las revistas literarias no sólo expresan rupturas entre las generaciones sino que también son puentes entre ellas. (Octavio Paz, “Quinta Vuelta”, Vuelta 60)
  • Las revistas, esas nebulosas, cargadas y finas, que llenan los intersticios entre los libros son, claro, materia transitoria, son laboratorio y producto terminado al tiempo. Alfonso Reyes
  • Es una pequeña barca (Alejandro Rossi, citado por E. Krauze, “Una larga travesía”, Vuelta, 242)
  • La mala sangre que me habré hecho en Sur. Victoria Ocampo “Una carta de Victoria Ocampo” Vuelta, 169)
  • Una revista es intransferible. Si una revista sobrevive a sus au­tores, ha sido plagiada por la institucio­nalidad. (Guillermo Sheridan)
  • La buena revista es un enterrador pero también una pitonisa (Guillermo Sheridan, “Taller”, Le Discours culturel dans les revues latino-américaines de l'entre deux-guerres, 1919-1939).
  • Las revistas brotan, en cierto momento, tan inevitablemente como los barros en la cara. (Rafael Solana, Las nuevas revistas literarias de México)

Principios y propósitos (Lo que son, lo que fueron, lo que deseaban ser)

  • Alcaraván es de vosotros, está escrito para vosotros, y acogerá en su seno lo mejor de cada uno, sin distinción de ocupaciones ni diferencias sociales, porque para llegar hasta él sólo se exige un manojo de versos como carta de presentación”. (Presentación de Alcaraván, 1)
  • Llamaremos a nuestras filas a los amantes de las bellas letras de todas las comuniones políticas, y aceptaremos su auxilio con agradecimiento y con cariño. Muy felices seríamos si lográsemos por este medio apagar completamente los rencores que dividen todavía por desgracia a los hijos de la madre común” (Ignacio Manuel Altamirano, El Renacimiento 1)
  • [Vuelta] no ha sido nunca una revista que pretenda publicar a todos los escritores; ni siquiera a todos los buenos escritores. No ha sido una antología ni un inventario ni un catálogo. Es, decía al principio, una casa, un lugar de reunión, una red de relaciones amistosas, afectivas, intelectuales. (Aurelio Asiain, “Brindis.” Vuelta 242)
  • Aspiramos a renovarnos, a realizar una nueva aventura más periodística [...] ofreceremos reportajes y entrevistas; los ensayos de los escritores más reputados en México, en América Latina y en Europa [...] que recojan las preocupaciones, las ideas de nuestro tiempo, la lucha eterna que libran pensadores, artistas y científicos tratando de dar forma a un mundo más racional, más libre, menos injusto y angustiado (Fernando Benitez, La Cultura en México, 1).
  • Las historias de la literatura argentina propenden a la acumulación de nombres propios y de fechas prolijas […] Alguien, en un porvenir no lejano, tendrá el valor de reducir esta historia a sus grandes líneas y entonces resultará evidente la compleja y benéfica labor que Sur ha ejecutado en América. Éticamente, ha defendido la causa de la democracia contra las dictaduras; intelectualmente ha mantenido viva esa curiosidad universal que, según declaré, es acaso el rasgo mejor de los argentinos. (Jorge Luis Borges, Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura).
  • Somos herederos de una tradición intelectual que por más de dos decenios encarnó en la revista Vuelta de Octavio Paz. Creemos en la calidad literaria y la claridad intelectual, en la libertad política y la democracia. (Enrique Krauze, Letras Libres 1)
  • La raíz de Verbum, de Espuela de Plata, de Nadie Parecía, de Orígenes fue la amistad, el trato frecuente, la conversación, el paseo inteligente. Estábamos muy al lado de los pintores […] y de los músicos. Esta amistad estaba por encima de hacer o no hacer revistas, porque las revistas fueron desapareciendo y la amistad ha subsistido. Claro que este tipo de amistad intelectual es extremadamente complicada, sutil, laberíntica, hecha de avances y retrocesos como la lucha de siempre entre el toro y la sutileza del cordel mediterráneo”. José Lezama Lima (Recopilación de textos sobre Lezama Lima, Pedro Simón (ed.). La Habana: Casa de las Américas, 1970, p. 14-15).
  • Los escritores agrupados en torno a Libre se proponen defender las aspiraciones liberadoras de la época en que vivimos, y en su búsqueda de la más alta libertad intelectual y estética modelada por el ideal revolucionario, someter iglesias y sistemas a una crítica necesaria y purificadora (Presentación de Libre, 1).
  • Nexos quiere ser lo que su nombre anuncia: lugar de cruces y vinculaciones; punto de enlace para experiencias y disciplinas […] (Presentación de Nexos, 1)
  • Waldo, en un sentido exacto, esta revista es su revista y la de todos los que me rodean y me rodearán en lo venidero. De los que han venido a América, de los que piensan en América y de los que son de América. De los que tienen la voluntad de comprendernos, y que nos ayudan tanto a comprendernos a nosotros mismos. Las cualidades de su América, Waldo, son secretas como las cualidades de la mía. Lo que su América grita con voz estridente no es tal vez exactamente lo que grita la mía, pero nuestro odio va hacia ello por las mismas causas. (Victoria Ocampo. “Carta a Waldo Frank”, Sur, 1).
  • Savia nueva y crepitante nos da derecho a vivir. Ideales sinceros e intensos, nos dan derecho al Arte. He aquí explicado por qué somos y a qué venimos. (“En el umbral”. Editorial de presentación de Savia Moderna 1).
  • “Servir al pensamiento de México, exaltarlo y enaltecerlo, obliga a superar partidarismos, a desentenderse de capillas ideológicas y a saltar sobre las intolerancias. [...] El culto a la Patria no es exclusivo de esta o de aquella capilla. En la derecha tradicionalista, en el centro que aspira al equilibrio moderado, en la izquierda impaciente y apasionada, vive y alienta el pensamiento mexicano” (Siempre! 1).

domingo, 19 de septiembre de 2010

"No hay escritor sin crítico" (Razones para estudiar el doctorado)

¿Pero no es más bonito cobrar por acreditarse como Gran Acreditador, aprovechando el viaje de remolque en libros ajenos?
Gabriel Zaid.



Durante más de dos años llevé frente a mis ojos la zanahoria que tenía escrito el nombre de la plaza universitaria prometida a mi marido. La culpa no me dejaba vivir. Pero gracias a la ilusión del tubérculo puse en práctica toda clase de actividades, ajenas a mi voluntad, que implicaban tiempo y sobre todo la molestia que supone reconocer, a la vista del resultado, que nos habían visto la cara. Para contribuir a que se hiciera efectiva la dichosa “plaza”, redacté gratuitamente dictámenes de enormes y aburridas disquisiciones pseudoestéticas, pseudoliterarias, pero bien académicas, que ni en sueños habría leído si otras fueran mis circunstancias; asistí a una veintena de reuniones inútiles, exponiendo ardorosamente argumentos que nadie comprendía, hasta que entendí esa otra forma de coexistencia en el campus: hacerse presente en juntas interminables para hablar de problemas irresolubles una vez por semana e imaginar que en ellas se está arreglando el futuro de una patria que se constriñe, naturalmente, al limitado espacio de los muros universitarios.

También trabajé en un sin fin de proyectos, absurdos y de imposible realización; pero no comprendí mi error sino hasta revisé algunos documentos donde se reseñaba (en el inconfundible lenguaje que sin discriminación utiliza dos palabras —paradigmático y emblemático— para calificar cualquier baba de perico) que: “con este homenaje, nuestra máxima casa de estudios ha querido contribuir a los festejos que honran esta publicación emblemática y, al mismo tiempo, incidir en el fortalecimiento y actualización académicas necesarios para...” No me importó el adjetivo aplicado a la publicación porque gracias a mi paso por la academia ahora sé que todo es un emblema. En consecuencia, el homenaje era no sólo necesario sino forzoso. Lo que acabó con el resto de mi paciencia fueron los índices considerados para acreditarse como un académico respetable que desea contribuir al engrandecimiento del claustro.

Le hablé a mi padre no sin cierto resquemor. El pobre estaba harto de mis continuos reparos en los que veía, estoy segura, el velado reproche de la plaza que nunca había conseguido para mi marido a pesar, me consta, de todos sus esfuerzos y de mi trabajo inútil en la oficina universitaria que le habría dado cabida como Jefe del departamento editorial. Sí, allí habría trabajado, me dijeron, si no fuera porque el sindicato había impugnado la plaza y porque el futuro jefe no ostentaba otro título que el de haber trabajado en la revista que algunos podrían llamar “paradigmática del México finisecular”, lo que, ahora vengo a descubrir, es una mancha más grave aún que la hoja de antecedentes penales.

Le hablé pues a mi padre para consultar con él mis inquietudes. El teléfono estaba “descolgado o en reparación”.

Es ridículo, lo pienso ahora, que este incidente menor me haya trastornado. Pero después de ese momento perdí toda compostura y en mis anotaciones al margen de un documento “prospectivo” conseguí exponer en dos párrafos lo que con tanto esfuerzo había ocultado durante dos años y me sentencié a muerte institucional. En resumen, exponía la molestia de los escritores y de todos aquellos que eran relegados por no haber obtenido el áureo papel que acreditaba la obtención de un doctorado, documento necesario para acceder al Sistema Nacional de Investigadores, fundación mexicana de beneficencia que apoya de por vida la tala de árboles y la acumulación de citas. Como era previsible, mi alegato fue sólo una pataleta ridícula pero lo que indignó a mis colegas fueron dos de mis apuntes: “¿No es irónico —preguntaba— que se tache de ‘improductivos’ a los escritores cuya obra (y no me refiero a la mía, naturalmente) sirve para que los académicos la estudien y logren así ingresar al SNI?” y “¿han pensado qué pasaría si los escritores dejaran de escribir? ¡No tendríamos trabajo!” Con bastante torpeza intentaba, gracias al plural, aliarme a los académicos, que no se chupaban el dedo y cuya respuesta me dejó sin habla: “No hay escritor sin crítico”.

La galería de retratos de los grandes escritores viajó por mi cabeza y di por terminada la polémica inútil, ofreciendo mustias disculpas por mi desafortunada intervención. Entonces me inscribí al doctorado.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Todos somos amigos de los muertos



Anoche tuve un insomnio atroz. La perspectiva de cumplir esta noche 200 años de ser mexicana cayó sobre mi cuerpo como un baúl de huesos. Pensé en los héroes, en las nuevas madres de la patria que quieren desbancar de su sitio en el zócalo a Doña Josefa; en todas las novelas que, apuradas en las prensas, ahora sí, van a mostrarnos a esos personajes de “carne y hueso”.

Como ayer asistí a una conferencia donde un joven y exitoso narrador latinoamericano expuso su canon, pensé también en los héroes literarios. Entre muchas otras cosas, el narrador de marras admitió que los escritores (los narradores, pues, porque los poetas no existen más que como personajes, digo yo) hoy están divididos en “castas”. Como en la Colonia, pensé. Aunque un escritor esté publicado en Anagrama o en Planeta o en Tusquts, eso no significa nada, porque sus libros pueden ser distribuidos solamente en su pueblo, en dos o tres ciudades más allá de su país y muy pocos, sólo muy pocos, alcanzan la gloria global. O sea que, como decía mi padre, “todavía hay clases sociales” o, según el sapo es la pedrada.

Mientras intentaba dormir, en vez de contar borreguitos, intenté recordar los nombres de las calles que en la ciudad donde vivo honran a sus próceres literarios. Todo aquí es glorioso de modo que hay avenidas que se llaman “Maestros Veracruzanos”, “Circuito Presidentes”, “Xalapeños Ilustres”, pero hay una calle que tiene un nombre que, desde que llegué a vivir acá, llamó mi atención. Se llama “Poeta Jesús Díaz”. Mi ignorancia es muy amplia y no sabía quién había sido Jesús Díaz, pero me alegró saber que el municipio reconocía y honraba su "profesión".


Todas las ciudades tienen esos héroes literarios. Todos los países tienen su Panteón. Nosotros, los “de a pie”, contamos también con heráldica bicentenaria. Ya porque aseguremos que nuestro linaje se remonta al tiempo glorioso de la independencia o porque, más acá, un tío bisabuelo luchó codo a codo con Zapata.

Pero también fuimos amigos de los muertos ilustres. Como no pueden venir a desmentirnos, su renombre es también nuestro. No es forzoso celebrar algún aniversario. La única condición es que el aludido esté muerto. “Aquella noche que Georgie nos contaba…”; “cuando veíamos los Simpson, Octavio se reía como loco”; "Pasamos horas buscando unos zapatos que le quedaran a Julio”. Ni Borges, ni Paz y tampoco Cortázar pueden venir a refutarnos. Pero hay muertos que aún hacen ruido, de modo que es necesario saber en dónde y con quién soltar la historia de nuestras presuntas amistades. El “charolazo” puede resultar fatal. Dependiendo del sitio, hoy lo adecuado es decir: “Quise mucho a Bolaño, era un ser entrañable” o “Los gatos de Monsi eran divinos pero se le subían a uno hasta el pescuezo”.


Usufructuar el nombre de algún muerto es moneda corriente desde hace doscientos años. ¡Viva México!

lunes, 29 de marzo de 2010

José Luis Rivas y el azar objetivo

Foto: Rose Mary Salum


Hace ya algunos años sostuve una plática con José Luis Rivas en la terraza de un restaurante que miraba de frente a un bosque de araucarias. Aquella charla giraba sobre las coincidencias, sobre el azar objetivo, paradoja que me provocaba cortocircuitos porque “cómo explicas —le decía a José Luis— que tú y yo, hace más de 30 años hayamos vivido a dos cuadras de distancia en la ciudad de México y no nos hayamos conocido; que discutieras con los jóvenes de una casa de estudiantes por cuya acera mi madre me había prohibido pasar; que años más tarde hayamos compartido la sala de espera de un vuelo a Bogotá que no abordé y que hoy estemos los dos sentados a esta mesa, viviendo ya en Xalapa, mirando la neblina. Es sencillo explicar por qué ocurren las cosas. Lo difícil es saber para qué.”

A pesar de que yo había sido educada en el dogma del orden y el progreso, creía que las coincidencias de la vida no eran obra de la casualidad. Azar y destino no eran lo mismo: alguien regía esas combinaciones como el fiel de una balanza de la que emanaban, a la vez, una ley superior anticipada y nuestra imposibilidad para escapar de ella. Por eso no podía aceptar que el azar objetivo fuera el encuentro entre el deseo y lo imprevisto, como si las señales no fueran otra cosa que la manifestación de mi necesidad; como si la conversación entre esas correspondencias fuera, de algún modo, el diálogo que yo misma hubiera establecido con el deseo de los otros.

Con una paciencia notable y generosa, en vista de mis torpes argumentos, recuerdo vagamente que José Luis me dijo: “Lo único que se opone al destino es tu deseo, la libertad de tu deseo. Al ‘para qué’ sólo podrían contestar los dioses, si existieran”. Luego se rió con esa fresca pero salvaje risa que todos recordamos en él como algo distintivo.

Lo más probable es que lo cite mal, pero no encuentro otra forma de iniciar este saludo que el recuerdo de aquella tarde frente a las araucarias. Tampoco puedo hablar de José Luis Rivas sin usar palabras que, conociéndolo, tal vez le incomoden pero que sirven para explicar mi relación con su poesía: las de alguien que ha intentado aprender, en su cercanía, a mirar nuevamente el mundo. No a releerlo como si el mundo fuera un libro de citas, un catálogo razonado o tal vez el polvoso compendio de alguna arqueología; sino a leer en él, aún, el vivo esplendor de su belleza.

Su magisterio no ha sido, por cierto, el de la tiza o la palmeta, tampoco el de la jerga bárbara o la etiqueta fácil que decreta el acomodo del orbe en un fichero. En todas sus largas aventuras editoriales o en su amplia tarea de traducción, ha refrendado el que quizá sea su amor más genuino: la palabra como raíz o como el soplo vital que utiliza la vida cuando, para soñar, profiere la primera sílaba / dice al azar el nombre de la cosa / y ésta se anima / y aparece.

Dice Auden que nuestro juicio sobre un escritor al que hemos leído y releído nunca puede ser sólo un juicio estético y que cada nuevo libro suyo “encierra para nosotros el interés histórico de un acto realizado por una persona en la que nos hemos interesado por mucho tiempo. Ya no es sólo un poeta o un novelista; es también un personaje de nuestra biografía”. Mi encuentro real con Rivas ocurrió, efectivamente, mucho tiempo después de que leí por vez primera los versos que definieron, con palabras, la textura sonora y visual, y asimismo afectiva, de aquella temporada de mi propio paraíso —las aguas transparentes / del pozo de la infancia.

Aunque las coincidencias de la vida obligaban de manera natural al nacimiento de una empatía paisana bajo la luz de un cielo compartido —un reconocimiento entre sus palabras y las voces fabulosas de mi niñez—, no leí en ellas la visión nostálgica del pasado sino la revelación de aquello que, de él, es siempre presencia. Aunque su Veracruz y mi Veracruz fueron distintos, con la lectura de sus poemas aquella remota geografía de mi infancia pronto se convirtió en un cuerpo vivo de palabras; un cuerpo luminoso del que emergían los nombres de las cosas que yo había conocido como las escuché por primera vez: sin pátina, porque se movían a la siga de uno o varios ritmos; y las nuevas, múltiples voces que nunca había escuchado, hoy se volvían presencia y ocupaban su sitio en el pentagrama invisible del gran poema único que José Luis ha venido construyendo desde Fresca de risa.

La poesía de Rivas me enseñó a mirar, con palabras, la relación cordial de todo aquello que parecía disperso, fragmentado. Su lectura no sólo ofrece la posibilidad de conocer las muchas voces para hablar del mar; para saber del frescor en las pozas del río; de la risa de todas las muchachas; de la piel y el color de las frutas…

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