lunes, 20 de octubre de 2008

Tribulaciones del poeta actual

En ocasión de una charla sobre Sergio Pitol en China, en el año 2000 Jorge Volpi declaró que “los intercambios literarios entre los países latinoamericanos son limitadísimos, tanto, que diría que el concepto de literatura latinoamericana no existe, sólo une el idioma". Esta idea ocupa todavía al narrador en su reciente libro de ensayos, Mentiras contagiosas (Páginas de espuma, 2008), y forma parte de aquella arenga grupal, nacida en 1996, cuando por primera vez se da a conocer el Manifiesto Crack durante la presentación de los libros de quienes formarían parte de un grupo que fundó su existencia a partir, entre otras cosas, de un deslinde del boom latinoamericano. Sus novelas, particularmente las del propio Volpi, Ignacio Padilla y Vicente Herrasti hicieron gala de un “cosmopolitismo” que intentaba asegurar, para la narrativa, que ya éramos, al menos los mexicanos, “ciudadanos del mundo”.

¿Qué tiene que ver Volpi con los problemas del poeta actual? Nada y de soslayo, mucho. Esa historia, podrán decirme, ha sido revisada cientos de ocasiones y pertenece al ámbito de la narrativa y tal vez de la mercadotecnia. Sin embargo, las tribulaciones del poeta actual de algún modo no impreciso está ligada a estos acontecimientos de los que el crack es ya sólo un episodio reservado a la academia y la avalancha publicitaria sobre la nueva narrativa hispanoamericana, con sus altos tirajes, las giras globales de autores, los sustanciosos premios y la competencia entre los consorcios editoriales son el pan nuestro de cada día. Los alteros de novelas se suceden en las mesas de novedades como edificios cuyo próximo derrumbe augura el nacimiento de otra, similar y fugaz, pila de libros. “No son aves, sino libros de paso” aseguraba Paz a finales de los ochenta, y aún no existía la explosión de hoy.

Si uno lee Mentiras contagiosas, advierte que Volpi ha seguido a pie juntillas sus propios preceptos sobre la narrativa y lo que llama “cosmopolitismo” (curiosamente retomando algunas ideas de un poeta admirado por Volpi: Jorge Cuesta) y que, efectivamente, sus novelas no intentan exaltar un color local, repudiado por folklórico y sí, en cambio, dar voz a personajes del mundo global, de la historia occidental, etcétera. A su juicio no son más, los latinoamericanos, aquellos personajes que van a París y se deslumbran o que exhiben las miserias y esplendores de su Macondo habitual. Exotismo al revés, ahora los latinoamericanos van a Europa para enseñarles lo que Europa es. Pero, más allá de estos comentarios nacidos seguramente del resentimiento, lo que queda expuesto en el libro de Volpi (y no tendría por qué ser de otra manera), es una ausencia. La literatura es la narrativa. La poesía ha desaparecido.

Volpi marca el fin de la novela latinoamericana (entiéndase, la narrativa del Boom y sus secuelas) con la aparición de Roberto Bolaño, esa marca registrada por Anagrama. Resulta curioso que un poeta, Bolaño, haya provocado esa “epidemia”, en palabras de Volpi. El chileno habla de poetas como habla de tantas cosas, pero si uno revisa la narrativa contemporánea podrá observar que muchos autores (el propio Bolaño, Juan Villoro, Álvaro Enrigue, Enrique Serna, Jorge Edwards, Mario Bellatín, Francisco Goldman o incluso Saramago o Tabucchi, por mencionar sólo algunos) ven en la imagen del poeta un asunto novelable. Así convertido en personaje o idea, imagino el destino de los poetas constreñido a representar una especie casi extinta, algo así como el Tiranosaurio; un elemento exótico, el único personaje que aún siendo grotesco, o quizá porque lo es, se ha convertido en parodia del héroe y puebla el Jurassic Park de los novelistas.

La extinción del poeta sería, entonces, el verdadero problema del poeta actual. No hay Greenpeace para poetas y su defensa puede convertirse sólo en asunto de otra novela. Otra cosa es la poesía, pero suelen confundirse.

Defender a la poesía es como defender a las piedras pulidas por el río o a las piedras mismas de la civilización. Sin embargo, recurrentemente en la historia aparece de nuevo la pregunta ¿cuál es el futuro de la poesía? ¿tiene futuro? Tal pareciera como si, de trecho en trecho, el espacio de la poesía, su lugar de convivencia y alcance, fuera sólo el cubículo. Etiquetada por el mercado como “artículo en desuso”, la poesía desaparece de los anaqueles y se refugia en ediciones marginales, o ediciones de autor, que viene a ser lo mismo. Pasa de mano en mano. Pero, ¿cuándo ha sido diferente? Si pensamos que Mallarmé editó una antología de su obra en 1887 y tiró 40 ejemplares o que Rimbaud pagó la edición de Una temporada en el infierno, no deberíamos asombrarnos. La primera edición de La alegría, de Ungaretti, fue de ochenta ejemplares; la de Las flores del mal, fue de un poco más de mil.

Pero los poetas, al menos los mexicanos, se quejan. No hay espacio para la poesía. Como una forma de sobrevivencia, en México algunos poetas se han refugiado en la academia como un injerto anómalo. Han fatigado las arduas galeras, diría Borges; venden enciclopedias o tacos. Se esconden tras la silla burócrata, diseñan camisetas, llaveritos; hacen largas filas en pos de una beca. Pero, ¿alguna vez fue distinto? Los poetas siempre se quejan. En México, al menos, ya no hay suplementos literarios; la crítica de poesía, la crítica viva, prácticamente ha desaparecido y las —cada vez menos— revistas literarias, incluyen la poesía en sus páginas como se pone un florero en la sala. No ocurre así en otros lados quizá porque, alejada del estipendio oficial, la poesía ha recorrido el camino que ha sido siempre suyo desde el inicio de la modernidad: el margen, no como marginalidad, sino como el resultado de una decidida voluntad minoritaria que ve en el poema no un artículo de consumo, sino una forma viva de duración.

Sin embargo, desde hace más o menos una década, los poetas más jóvenes han emprendido otro derrotero que no es sino el más antiguo, modificado ahora en su versión global. Mientras suceden las ferias, se premian y promocionan a los narradores, se realizan giras cosmopolitas, los poetas relegados de su lugar público regresan a lo privado, aunque en formas quizá contradictorias. Avecindados en Facebook, MySpace, o en los innumerables blogs que pueblan la red, los poetas hacen de lo privado cosa pública. Reanudan pues, aunque aún torpemente, una conversación que antes estaba destinada al salón, al café o a las revistas. Silenciosamente para el mundo del mercado, se realizan festivales, se crean redes en la red, aparecen editoriales independientes. Y sucede algo que, al menos, pone en entredicho aquellas palabras de Volpi en China donde asegura que “Los intercambios literarios entre los países latinoamericanos son limitadísimos”.

Los jóvenes poetas piensan otra cosa. Para hablar del movimiento actual de la poesía latinoamericana habría que trasladarse, y tampoco es algo nuevo, hacia el cono sur del continente para ver sus orígenes. Los nombres de Washington Cucurto (seudónimo de Santiago Vega), Martín Gambarotta, Sergio Raimondi, Cristian De Nápoli, Gabriela Bejerman; los chilenos Alejandra del Río y Germán Carrasco y un alemán, Timo Berger, son varios de los muchos nombres que constituyen esa red poética de la que hablaba atrás y que tiene su centro de irradiación en varios festivales como el “Latinale”, de Alemania; “Poquita fe”, en Chile, “Salida al mar” en Argentina, o en las innumerables antologías virtuales que van agrupando poetas latinoamericanos, entre las que destaca el proyecto Las afinidades electivas, las elecciones afectivas, promovida por el poeta argentino Alejandro Méndez, a través de los blogs. En México, la integración a estas redes se ha venido realizando cada vez con mayor frecuencia y ya son bastantes los poetas que con sus ediciones o trabajo han ingresado a las listas o han asistido a estos festivales. De entre los poetas que en México siguen esta corriente podemos mencionar a Rocío Cerón, Carla Faesler, Hernán Bravo Varela, Julián Herbert, entre varios otros; así como destacan las ediciones El billar de Lucrecia, la agrupación Motín Poeta, el “Slam poético de la colonia Roma” y el “Campeonato nacional de verso libre”, cuya final —me cuenta Sergio Valero— se disputó en un cuadrilátero con narración en vivo.

Hartos de Paz, Octavio —“una gran loza que al fin se nos quitó de encima”, han dicho algunos—; de Juarroz —de quien nadie se acuerda en Argentina, aseguran otros—; de Borges —"¿Cómo le voy a creer a un ciego que lee?", en palabras de Cucurto— o de Gonzalo Rojas; estos poetas, cuya gran mayoría no ha cumplido los treinta y cinco años (fecha oficial para dejar de ser joven en México), confían en la dudosa novedad del Spoken Word, alimentan la idea de realizar lecturas de poesía como los antiguos aedas; hacen videopoemas, intervenciones, performances y creen más que en las mentiras contagiosas, en la contaminación de los lenguajes artísticos a partir de un vínculo con el lenguaje poético. Así como abominan de aquellos padres poéticos, han encumbrado a autores como Roberto Echavarren, Diego Maqueira, Nicanor Parra, y en México a Gerardo Deniz o David Huerta.

No por casualidad los nombres de sus agrupaciones, festivales y títulos (recientemente el Billar de Lucrecia ha publicado la antología Nosotros que nos queremos tanto), aluden a una condición popular donde, se cree, pueden encontrarse las raíces de la asimilación con un público para quien la poesía había dejado de significar algo. Pero ese público, esos posibles lectores, no son otros que los mismos poetas de siempre, ahora como grupo latinoamericano, leyéndose, juzgándose, peleándose y, acaso, conversando.

“Después del boom hay mucho más. En búsqueda de una nueva América Latina y de su poesía joven”, anunciaba la página web de Latinale para su edición 2007. También puede leerse que en el encuentro “entrará en acción una guagua lírica, un bus literario. Esa camioneta interurbana –llamada colectivo, micro, guagua, bondi o camello en Latinoamérica—, se convertirá en el bus de Latinale que servirá como una metáfora movediza y pondrá de manifiesto el nuevo desarrollo transnacional de la comunidad poética (latinoamericana) citada en Europa.” La idea gregaria, comunal, de los poetas latinoamericanos actuales no puede ser más evidente.

Como mi intervención se llama “Tribulaciones del poeta actual” no voy a hablar de la obra de estos poetas. Sus discusiones y propuestas requerirían de un espacio mayor. Señalo sin embargo otra cuestión. Cuando surge la pregunta ¿tiene futuro la poesía?, existe una sospecha implícita. “La poesía está en crisis”. Las actividades y actitudes de estos jóvenes poco dicen, por sí mismas, de la naturaleza de su lenguaje poético. Recientemente, sin embargo, y para el caso concreto de México, Heriberto Yépez ha comentado en relación con el Spoken Word y otras de esas prácticas: “Al spoken word se llega cuando: 1) hay carencia de buena poesía, 2) no se tiene una solución real, 3) se disfraza la crisis haciendo shows populistas.”

Lo cierto es que cada generación tiene su manera de plantarse en el mundo, aunque esta forma sea tan vieja como las piedras de la civilización. Como pertenezco a la última generación que no vio en Paz sólo a una loza, no tengo más remedio que citarlo: “Vivimos una vuelta de los tiempos: no una revolución sino, en el antiguo y más profundo sentido de la palabra, una revuelta. Un regreso al origen que es, asimismo, un volver al principio. No asistimos al fin de la historia, como ha dicho un profesor norteamericano, sino a un recomienzo (…). La poesía no busca la inmortalidad, sino la resurrección”. Habría que recordar, sin embargo, que “la poesía es el antídoto de la técnica y el mercado. A eso se reduce lo que podría ser, en nuestro tiempo y en el que llega, la función de la poesía. ¿Nada más? Nada menos”.

No quisiera terminar sin comentar algo. Mientras me preocupaba por la manera de concluir esta charla, entré en mi página de Facebook. Me había negado a ingresar a ese circuito donde uno escribe en “muros virtuales” —grafiti cibernético que aún me produce la sensación de estar hablando con la pared—, pero un impulso de renovación un tanto cuanto patético me llevó a aceptar la invitación de rigor. En mi “acción de estado” escribí, como vi que se hacía, lo que en ese momento me estaba aconteciendo. Mi mensaje era el siguiente: “Malva intenta escribir una ‘ponencia’ sobre las tribulaciones del poeta actual”. Pocos minutos después el poeta Aurelio Asiain —un viejo amigo que ahora ejerce como profesor en alguna universidad nipona—, escribió en mi muro: “La primera de las cuales es tener que escribir ‘ponencias’ y usar la palabrita.”

Al parecer, la tribulación sólo es mía.