miércoles, 10 de junio de 2009

Oración fúnebre por Alejandro Rossi, de Adolfo Castañón

El domingo pasado, durante el homenaje de cuerpo presente que se le rindió a Alejandro Rossi en el Palacio de Bellas Artes, Adolfo Castañón leyó el siguiente texto, publicado en su página, que ahora reproduzco con su consentimiento.


Oración fúnebre por Alejandro Rossi

(1932-2009)


Nos hemos reunido aquí para dar con esta oración fúnebre un último adiós a nuestro querido amigo, maestro y padre intelectual Alejandro Rossi, Alejandro Rossi Guerrero, en esta ceremonia convocada por el gobierno de la República a través de la Secretaría de Educación Pública, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, en este recinto de Bellas Artes en compañía de su esposa Olbeth y de sus hijos, nietos, amigos y compañeros de la Universidad Nacional Autónoma de México, El Colegio Nacional, El Colegio de México, el Fondo de Cultura Económica.


“Todas hieren, la última mata”, dice Horacio, y a él, Alejandro Rossi, le acaba de tocar esa última hora que es también la primera de su ausencia. Nació Alejandro Rossi en la noble ciudad de Florencia, de madre venezolana y padre toscano. Corría por su sangre la heroica del general José Antonio Páez bajo cuya mirada parece haberse escrito ese libro prodigioso titulado La fábula de las regiones, que es como una sinopsis vivida y soñada de nuestra dolorida América y de la álgida Venezuela de sus amigos poetas y filósofos como Eugenio Montejo, Juan Nuño, Federico Riu y la de su hermano Félix. La Universidad Nacional Autónoma de México lo albergó desde principios de los años cincuenta; donde venía desde la profundidad cosmopolita —Buenos Aires, Florencia, Caracas— de aquel Edén, vida imaginada que luego nos regalaría Alejandro Rossi antes de morir como una joya que sólo se muestra al que sabe que va a morir.


A Alejandro Rossi no le gustaban los patetismos fáciles ni hubiera aceptado la ficha bibliográfica como elogio fúnebre. Sin embargo, es inevitable empezar a hablar en voz alta de la asombrosa trilogía literaria —ya podemos romper el silencio— que arman Manual del distraído, La fábula de las regiones y Edén que han reinventado cada una el mundo de su género y juntas la prosa narrativa hispánica en su conjunto. Un largo y fecundo camino lo llevó a crear esas islas afortunadas del idioma: llegó primero a la ciudad de México poco después de cumplir veinte años procedente de Berkeley y, antes de Buenos Aires. El camino hacia esta casa llamada México se lo mostró Vicente Gaos quien vio en él buena madera, de discípulo ideal, para su hermano el filósofo José Gaos.


Gaos le supo enseñar el camino de las ideas que es el camino, el rumbo de la crítica. “Este fue el nombre de la revista —Crítica— de filosofía analítica que fundaría años después con Luis Villoro y Fernando Salmerón en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la unam que fue como su segunda casa. Acaso por el ascendiente indirecto de José Gaos a cuyo seminario sobre la traducción de Ser y tiempo de Martin Heidegger asistiría Rossi acompañado de fieles conjurados —Villoro, Portilla, Uranga—, al terminar su tesis sobre Hegel, dirigió sus pasos hacia la cabaña de la Selva Negra donde sesionaba el seminario del filósofo alemán. Estudió ahí un par de años, pero de nuevo, la diosa crítica lo lleva a apartarse de ese pensamiento devorador y buscar otros horizontes en la filosofía británica y en el positivismo lógico de Ayer y Gilbert Ryle. La vocación crítica de Alejandro Rossi tenía no poco de poética y de ética, de lógica y de lúdica, algo sorprendentemente humano, humanísimo que llevaría a Alejandro Rossi a dejar de lado sólo en apariencia la filosofía para poner en prosa susurrada una inédita crítica al aquí, a nuestra opaca y sorda metafísica de las costumbres a la que él supo devolver su música de esferas en esa obra inagotable Manual del distraído, libro que a unos meses de publicado pasó a ser un clásico en parte por haber sabido resucitar a Borges, Bioy y Bianco. Ese es el primero de los tres libros con que se levanta la limpia arquitectura literaria de la obra de Alejandro Rossi.


Mientras tanto, a Alejandro Rossi le gustaba conversar y darle la vuelta a la argumentación como si fuese una mascada de mago de donde iban saliendo palabras y conejos. Tal vez fue eso o su valentía de hombre libre y de amigo leal hasta el sacrificio lo que lo acercó a Octavio Paz y a toda esa constelación de amigos como Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Kasuya Sakai, Julieta Campos —entre los que se han ido— y Gabriel Zaid, Tomás Segovia, José de la Colina, Teodoro González de León, Fernando Pérez Correa y Enrique González Pedrero entre los que aún nos acompañan.


A Alejandro Rossi le gustaba conversar y era muy difícil despedirse de él porque al menor parpadeo volvía a enganchar el tren de la fábula y la idea. Además de ser maestro y escritor eminente, universitario cabal e íntegro ciudadano muy activo de la república de las letras, Alejandro Rossi supo ocasionar entre nosotros el genio y el arte de la conversación hasta despertar en sus interlocutores la misma pasión por las ideas que a él lo animaba, hasta despertar, de conversación en conversación, al genio de la ciudad, al genio de la Universidad… El arte de la conversación resucitado por Rossi en la universidad o fuera de ella es un arte civil, un arte política. Por eso la pérdida de Alejandro Rossi es una pérdida para la ciudad.


Dije al principio que nos reuníamos para decir adiós a uno de los más altos pensadores y escritores mexicanos e hispanoamericanos de la segunda mitad del siglo xx y de principios de este siglo. Debo corregir pues el que se va al morir, en realidad se queda en nosotros, velando silenciosamente por nosotros que nos quedamos huérfanos de él. Parafraseando a su amado Jorge Luis Borges sabemos que Alejandro Rossi nos sueña y nos acompaña, nos juzga y entra erguido como el día en la noche. Que sólo se ha ido para hacernos adivinar cómo sería el mundo sin esa conversación magnética capaz de salvar el rostro de la ciudad con un par de frases inteligentes en sus imágenes y en sus semejanzas.


Fare thee well and if forever, forever well.