sábado, 31 de octubre de 2009

El lenguaje de la poesía (Poesía explicada a científicos)


Agradezco mucho la invitación a participar en ésta, para mí, extraña mesa, al lado de físicos, matemáticos, ingenieros y médicos. Intentaré responder a las expectativas de mi participación explicando qué es la poesía, cómo es su lenguaje, pero de antemano ofrezco una disculpa al auditorio y sobre todo a los hombres de ciencia que esta noche me acompañan por decir algo que tal vez provoque una risita desdeñosa, condescendiente. Sé que van a perdonarme porque al poeta, cuando no se le encierra o exilia, se le disculpa todo: es el loco de la casa.

Algunos locos —no panistas, advierto, para que no se contaminen mis palabras— todavía creemos que además del Big Bang, el DNA o de Darwin, Einstein y Bill Gates, existen el misterio, no como la equis de una ecuación; y el deseo, que no puede formularse únicamente como una serie de reacciones químicas. Ambos, el misterio y el deseo, forman parte de lo sagrado y requieren, para expresarlos, de algún lenguaje conveniente. Como todo en el Universo es ritmo, antes de cualquier formulación tal vez podamos convenir en que nosotros somos sus animales: seres de ritmo. Por eso, permítanme exponer una vieja y primera diferencia. Hasta ahora conocemos dos tipos de lenguaje: sólo por ponerle un nombre llamemos a los primeros divinos y al resto, humanos. La música sería para mí ese primer lenguaje que encontramos en el rumor del aguacero cuando cae, por ejemplo, sobre la hierba fina; que vocaliza un canto distinto al de esta misma lluvia cuando se precipita sobre la piel de un cedro o cuando establece un contrapunto si cae sobre el oleaje. La forma en que una mano acaricia la luz de su deseo; el látigo voluptuoso del tigre cuando salta de la espesura y desgarra a la cebra o incluso el baile primigenio entre la flor y el aire constituyen también otro lenguaje: el que alimenta el cuerpo. No otra, para mí, es la creación: música y cuerpo; ritmo y movimiento. Los hombres, que somos sus testigos, debimos inventar una manera para expresarlos, para referirnos a ellos, compararlos, hacer asociaciones, y así nació la imagen, la metáfora.

A diferencia de otros lenguajes creados por el hombre, el de la poesía, que acrisola en palabras cuerpo, música, y su imagen, funde también dos procesos en eminente pugna: el pensamiento analítico —que permite al poeta, en un momento previo a la creación, desbrozar lo que mira— y el analógico, que no sólo celebra la pluralidad del mundo sino que, además, desconfía del análisis racional donde toda verdad es excluyente pues no pueden coexistir dos verdades sobre un mismo hecho. El pensamiento analógico, por el contrario, afirma la posibilidad de una correspondencia universal que religa el mundo y hace coincidir una verdad con otra: Ante el “sí sólo sí” del lenguaje matemático, la poesía opone la palabra también. Eso son, en esencia, las metáforas y nuestro lenguaje, el de todos nosotros, es un cúmulo de metáforas cristalizadas por el uso en el sentido común.

No voy a decir ahora que el lenguaje de la poesía es, por eso, el lenguaje de la libertad, aunque lo sea. Frente al de la burocracia, frente a las voces del comercio o ante las etiquetas de la academia, se alza la poesía como una forma de resistencia pero su poder revolucionario no estriba en que, durante una marcha, gritemos consignas escritas por algún poeta cuyo nombre ni siquiera conocemos. La poesía es revolucionaria porque es el agitador de la lengua. Al tiempo que nos revela el mundo, crea otro.

Haciendo uso de los poderes analógicos y pidiendo nuevamente disculpas a los presentes, imaginemos una correspondencia no tan disparatada. Cuando los especialistas logren echar andar el acelerador de partículas y si no ocurre una catástrofe como suponen los ignorantes, la humanidad habrá dado un paso más grande aún que el que dio Neil Armstrong sobre la superficie de la luna. A escala, cuando choquen las partículas, repetirán el primer momento de la creación. Eso es lo que hace el poeta todos los días, en una esfera distinta. Hace que las palabras no sólo platiquen entre sí: las somete a la explosión del sentido y de la forma. La diferencia entre los científicos y los poetas es vital: el poeta no busca repetir aquel estallido primero pues si lo repitiera sería un mal poeta.

De ese Big-Bang aparecen, como soles, nuevas palabras o frases y más aún, nuevos conceptos y sentidos que forman las galaxias que pueblan el universo del lenguaje. Las palabras que usamos allí nacieron pero son, en esta analogía, estrellas muertas cuya luz poderosa aún nos alcanza y nos permite hablar. Todo nuestro lenguaje es un puñado de cadáveres, aún prodigiosos. Y cada vez que hablamos repetimos el proceso analógico del poeta. Cuando decimos la palabra “azul” que originalmente nombraba los rizos de un rey; cuando exclamamos: “¡No manches!”, cuando mandamos a alguien a chingar a su madre; cuando la Rebel, la porra de los pumas, en el estadio canta: “como no te voy a querer, si mi corazón azul es y mi piel dorada, siempre te amaré”, estamos frente al lenguaje de la poesía tanto como si escuchamos aquellos versos de Paz que dicen: “tus ojos son la patria del relámpago”. Hay, en el corazón de esas palabras, el mismo espíritu. Todos somos poetas o todos repetimos lo que algún poeta creó, porque decir poesía es lo mismo que decir lenguaje.

Volviendo a mi símil, imaginemos que la poesía ha dado luz a esas estrellas, hoy muertas, algún día soles poderosos. Cuando un gran poeta aparece de nuevo, su poesía revoluciona la lengua y modifica el espacio estelar. Los soles que produce, vivas estrellas creadas por su gracia, resplandecen para nosotros y aseguran larga vida a la lengua. La poesía, entonces, no quiere analizar, entender o describir al mundo, aunque lo haga; no busca sólo comunicar una experiencia: es a un tiempo experiencia y creación; no ofrece respuestas, aunque las revela. Su propósito es sugerir más preguntas pues nos conduce a pensar nuevos sentidos, correspondencias en el telar del mundo. Eso es, para mí, la poesía.

sábado, 22 de agosto de 2009

Y así por el estilo, de Joseph Brodsky


Sabemos que Joseph Brodsky fue originario de San Petesburgo, esa ciudad cuyo nombre también fue Leningrado: palabra aborrecible para Brodsky según recuerda en un ensayo incluido en Less than One. Sabemos también que su primera mentira estuvo aliada a su identidad. “La conciencia comienza a existir cuando se miente por primera vez, recuerda el poeta. En la biblioteca de la escuela tuve que llenar una solicitud. El quinto espacio era “nacionalidad”. Tenía siete años y sabía muy bien que era judío, pero le dije a la asistente que lo ignoraba”. Pocos años más tarde, a los 15, abandonó esa escuela donde no podía soportar los rostros de sus condiscípulos ni de sus maestros —ese “cosmos kafkiano”— y muchos años después calificaría esa deserción como su primer acto de libertad.
Fue una libertad efímera. El joven, casi adolescente Brodsky, trabajó como obrero —un “verdadero proletario”— operando una máquina de molienda y más tarde en un hospital donde cortaba y cosía cadáveres, sitio desde cuyas ventanas lograba ver el patio de la prisión más famosa de Rusia, llamada Cruces. Irónicamente, a la edad de 24 años los fiscales soviéticos consideraron que su vocación poética era en realidad una vocación socialmente parásita y fue enviado a un campo de trabajo en Siberia.
Todo en matices del gris —recuerda— las prisiones, las fábricas, los hospitales psiquiátricos y los campos de concentración estaban hechos bajo un mismo estilo y eran tan semejantes que parecían unos la prolongación de los otros. En la primavera de 1972, siete años después de ser liberado, con un libro de John Donne en la mano salió de Rusia y se exilió en los Estados Unidos, donde más tarde obtuvo la nacionalidad norteamericana.
Tal vez, Joseph Brodsky hubiera preferido nacer en Venecia, ciudad a la que volvía cada año y sobre la que escribió un mosaico de 51 secuencias breves en el libro Marca de agua. A pesar de haber muerto en Nueva York en 1996, volvió su cuerpo a Venecia donde fue enterrado en el cementerio de San Miquele. Esa preferencia por la hermosa ciudad acuática tenía también una razón de orden físico: Brodsky detestaba el frío, tanto, que Seamus Heaney recuerda cómo, cuando ambos estaban en Dublín y Brodsky se quejaba de una rara ola de calor, Heaney le sugirió que viviera en Irlanda, a lo que rápidamente respondió: “No. No podría tolerar la ausencia de sentido”.
La búsqueda de sentido, su hallazgo a través de la poesía, fue la lucha permanente que este hombre libró durante su corta vida y le llevó a comprender que la poesía era “el único seguro de que disponemos contra la vulgaridad del corazón humano”. La poesía fue también la forma que Brodsky utilizó para enfrentar el que sería uno de los problemas que con mayor recurrencia lo preocuparon: el tiempo.
“El futuro es la panacea para / aquello que es propenso a repetirse” dice en uno de los poemas que integran Y así por el estilo So Forth—, en la traducción del poeta José Luis Rivas; y aunque alguna vez Brodsky afirmó que “Evocar el pasado es mejor recompensa que mirar hacia el futuro [pues], debido a su plenitud, el futuro es propaganda”, no debe creerse que la suya es una poesía de remembranza, adosada al recuerdo sólo como una forma de la melancolía. Es, acaso, una apuesta por la memoria como la vía para hacernos visible la civilización y su pérdida, pero también la presentación de una disputa constante entre el pasado y el futuro como los límites de la vida. Dice Brodsky:
Nadie sabe nunca nada a ciencia cierta.
Al contemplar delante las robustas espaldas de tu encorvado guía,
recuerda que contemplas el futuro y (si es posible) guarda
las distancias con él. Pues, en principio, la vida en sí
sólo es una distancia entre esto y aquello; y sólo vale la pena
apretar el paso si distingues a tu espalda el ruido
de quienes corren detrás de ti por el camino con la cabeza gacha,
sean ellos ladrones, asesinos, o el pasado.
El presente, para Brodsky, sólo tiene lugar en la poesía, en ella se verifica, y es ella, finalmente, la única certidumbre posible, aunque él mismo haya dicho que “en literatura, lo que se acumula no es la pericia, sino la incertidumbre, que es el otro nombre del oficio”.
La conciencia de que la incertidumbre del hombre se deriva de su ser temporal puede parecer una perogrullada, sin embargo, para Brodsky existe una certeza irrefutable, como podemos escuchar en estos versos de So Forth: “Cuando un hombre está solo,/ se encuentra en el futuro […] Cuando un hombre / es infeliz, entonces es el futuro”.
El desgarramiento que ese estar en el tiempo produce para todos es, en el caso del ruso, una raya más al tigre de su desolación. No sólo transita, como todos, entre el pasado y el futuro sino, también, en las distintas geografías que su carácter “socialmente parasitario” le ha deparado. Debe, no obstante, efectuar un tránsito mayor, el de más alto riesgo: cruzar entre los rascacielos de dos lenguas, cargando sobre la cuerda floja la nostalgia de la lengua. Esa nostalgia, que a un tiempo funde tierra, mar y lengua, es constante en las voces de Brodsky y se transforma en motor del poema, por eso puede decir: Ver más

lunes, 10 de agosto de 2009

Eduardo Lizalde, aniversario 80



EL TIGRE




y él, último ejemplar, todos el último

E. Lizalde


Esos jóvenes tigres que cierran el cortejo del rey en calcetines, atados con un lazo de alcoba, balancean la cabeza complacidos: doscientos veinte kilos de pura velocidad transformada en tiovivo. Tócalos, le digo a la criatura que observa en el paso del circo sus ojos abismales, aquel brillo clonado de una especie mayor, inaccesible.

Ya no hay más tigre aquí: parecen y ahora siguen los pasos del ungido arlequín que va contando cuentos en la feria y encabeza el desfile. Tócalos. Ya no muerden. Acaso queden dos, tres tigres carniceros, reales.

Cuando Él dijo Fiat Tigris jamás pensó escuchar plañideras camadas maullando en la azotea o paseando gentiles por la calle. Un sol de otro horizonte aún lamía sus belfos luminosos de sangre. Hundido en la espesura, acechaba la luz: esa bengala por la que transita.

Tócalos sin temor, repito a la criatura absorta en el prodigio domado. Oye su ronroneo. Al genuino lo encuentras por la voz y quedan dos, tres altas, divinas bestias que emponzoñan la noche con su grito de espanto.

Poza de luz y semen, el Sanguinario bebe su propio hedor a rayas: esplende entre brillos ahumados de vasos y botellas, se arroja al río de su contemplación y emerge puro, solo, irrepetible. Un látigo de plumas avista su llegada a la cima del risco. Abajo, la simulada prole avanza: satín y cascabeles. Abrázalos, insisto. Acaricia su piel de terciopelo y nylon.

Ya se inclina por fin el gorro colorido: risa del arlequín que gesticula o danza. Ha terminado el cuento y los jóvenes tigres replican caravanas. Arriba, nada perturba al oro displicente en el risco: el gran gato solar, coronado de tedio, mira que el circo pasa.


miércoles, 22 de julio de 2009

Malcolm Lowry: 100 años

Voy a iniciar esta breve intervención con un homenaje inesperado para quienes hoy me escuchan pero también para mí. Durante varios días había pensado cómo hablar esta tarde, qué decirles a ustedes, quienes seguramente tienen más competencia que yo para abordar el tema. Yo voy sobre una tensa cuerda que amarrada a la orilla de altos edificios, se desliza entre ellos como una víbora muerta, en apariencia. Allí, subida en esa cuerda muchos metros arriba de mi propio vértigo intentaba decir para ustedes algo que no supieran. Desistí nuevamente cuando sonó el teléfono por enésima vez. Era mi padre. Quería saber quién había traducido El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, esa obra olvidada que tanto amamos él y yo. Yo tampoco sabía. Los libros que ambos poseemos son una horrible edición de Sudamericana que omite el nombre del traductor. Colgué furiosa por las interrupciones y me senté de nuevo ante la máquina. Imposible. La cuerda empezó a balancearse en las alturas de mi desconcierto y entonces recordé la historia de Nessim y Justine, de Darley, Melissa, del ácido poeta Purswarden, personajes que hoy ya nadie recuerda. Pero más allá de la intriga feroz o las historias de amor que habitan El cuarteto, siempre volví a ese libro buscando el cuerpo de un lenguaje que me dejaba atónita, conmovida en la espesura de sombras luminosas. No pude seguir con mi recuerdo, y aquí acaba mi homenaje, porque los ojos vivos de un zorro que se llamaba Lowry me sacaron del sueño. La contraportada de El volcán, el mezcal, los comisarios, volumen traducido magistralmente por Sergio Pitol y sobre el que había prometido mi ponencia, me devolvió al infierno.

Allí estaba el zorro, burlándose de mí con una sonrisa que apenas disfrazaba un bigotillo clásico. “Yo no puedo escribir una ponencia. Soy sólo una lectora”, recuerdo que le dije a Esther Hernández Palacios, cuya generosidad me tiene frente a ustedes balbuciendo. Había prometido hablar de otra víbora, la que se enrosca sibilante entre el autor y el texto: el editor. Tenía pensada toda mi intervención, que iniciaría con el recuerdo simpático de una breve novela donde César Aira reconstruye esa otra versión del Síndrome de Estocolmo, donde el secuestrado es el autor y “amoroso” verdugo el editor. Después me di cuenta de que esa metáfora era absurda pues en realidad los personajes de La vida nueva son un editor que da largas a la publicación de una novela y un autor que prefiere no llamarle para ignorar el destino de su libro. Por otra parte, pienso, la relación de Lowry con su editor, Jonathan Cape, dista mucho de ser complaciente. En cuanto escribo su nombre, el zorro mueve las orejas puntiagudas, prestas a cualquier desliz del baboso conejo que muerde zanahorias. Alejo de mi vista su foto de concurso, esa donde aparece con rasgos de Clark Gable, pienso, aunque luego me fijo y comprendo mi error: de Gable sólo tiene el bigote. Sus ojos no sonríen y más bien me dan miedo. Volteo nuevamente el libro, saco mis apuntes y leo los garabatos que escribí para esta ponencia imposible:

“Tengo la convicción de que El volcán amplía nuestro conocimiento del infierno” dice Lowry a Cape, en una de las más originales defensas que yo haya leído de un autor —ese excéntrico personaje que la crítica francesa dio por muerto el siglo pasado—. Agobiado por la lectura del dictamen que mereció Bajo el volcán de parte de un inepto lector que sugería cambios y mutilaciones a su texto, Lowry dedica medio centenar de páginas para exponer y defender ante Cape lo que él llama justamente “el punto de vista del autor”. Amén de la extraordinaria, irónica y no pocas veces conmovedora prosa con la que, capítulo tras capítulo de su propia novela, Lowry va explicando las razones de tal o cual pasaje, de ciertos giros lingüísticos o del fluir de la prosa que al dictaminador le parecieron incorrectos, lo que nos muestra la carta es la prodigiosa estructura de una novela desentrañada por la no menos prodigiosa arquitectura mental de su autor. Delante de nosotros se expone la construcción de la trama y todos los hilos del libro quedan a la vista como un bordado perfecto sólo que, en esta ocasión, contemplado desde el reverso del lienzo de palabras.

La ampliación concreta de aquel infierno lo constituye la segunda carta, dirigida a su abogado Ronald Paulton, incluida en el volumen sobre el que vengo hablando. Una serie de infortunios esperan a Lowry al regresar a México después de años de ausencia. Ver más

martes, 7 de julio de 2009

Out, irreverente, cool

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El primer aviso de mi desfasamiento temporal no lo obtuve frente al espejo sino en un consultorio médico, cuando el ginecólogo quiso disipar mi angustia advirtiéndome que no había motivo de preocupación pues él era, lo dijo muy orgulloso, un “especialista en embarazos de señoras añosas”. El nacimiento de mis hijos me procuró, sin embargo, otra manera de mantenerme “al día”. Gracias a ellos pude volverme una experta en la música del dinosaurio de dudosa sexualidad, me convertí en fanática de las cintas producidas por Marvel, conseguí todos los carteles de Harry Potter y pude asegurar, como David Huerta, que la obra de Rowling era casi un clásico contemporáneo. Fueron también la excusa predilecta para informar que mis únicos acercamientos al séptimo arte se reducían a los filmes infantiles y encontré en su reiterada compañía datos suficientes para afirmar que cualquier obra forma parte de la cultura.
Lo de la música estuvo más difícil, pero afortunadamente, la “clásica” me salvó de conocer manifestaciones más allá del recién fallecido Jackson o de Madonna y nada supe de bandas, movimientos e intérpretes que no tuvieran que ver con Hanna Montana o High School Musical. Con dificultad soslayé el conocimiento de extraños fenómenos como algo que se llama “manga” adjetivo que mis alumnos del taller de cuento lanzaban con desdén a sus compañeros cuando leían algún texto que yo, ilusamente, califiqué de literatura fantástica para no herir los sentimientos de los futuros narradores.
La poesía me mantenía aún en la batalla pero bien me daba cuenta de que ahora la cosa era distinta. No por la poesía en sí —si es que había— sino por su representación circense. Lo que más me dolía era pensar en mi estatura y lo ridículo de mi apariencia en un cuadrilátero poético o “teatralizando” mis poemas frente a la audiencia. La única experiencia similar me había ocurrido hace algunos años, en el festival de Rotterdam, dedicado en aquella ocasión al Mediterráneo. En un auditorio inmenso, con más de 400 personas, los poetas debíamos leer en un escenario que simulaba la arena sobre la que, probablemente, Penélope lloró mientras tejía. No me sobresaltó el temor de leer frente a tanta gente, sino la altura infinita del micrófono: un pedestal como mástil clavado en el centro de mi uno cincuenta y seis cm. de altura. De puntitas leí mi poema intercambiable: un texto sin título que me ha servido para acudir, con diferentes nombres, a este tipo de veladas. En Holanda se llamó “Regreso a las islas griegas” que jamás había conocido y a las que nunca he vuelto.
Lo que más problemas me ha ganado es mi incapacidad para entender el término “irreverente”. Todo ahora lo es. Cuando pregunto en clase por qué les gusta o no cualquier lectura, aparece la palabrita que imagino panacea de la crítica contemporánea. Ser o no ser irreverente equivale a lo que en mi lejana niñez significaba ser “in” o “out”. Pitol es irreverente, Paz solemne. Villoro es irreverente, Rossi es aburrido. Bolaño es El Irreverente. Mis hijos tampoco conocen esa palabra. Para ellos todo es, o no es, cool (kul escriben en el chat).
Como formo parte del consejo de redacción de Literal, intenté escribir algo sobre el próximo tema de la revista que tratará sobre el comic. Fracaso rotundo. Mi experiencia sobre el tema es nula. No conocí a Chanoc, ni a la familia Burrón o Memín Pinguín. De Kalimán sólo supe que exigía paciencia. Jamás leí Watchmen y de los super héroes apenas ahora conozco las versiones cinematográficas dobladas. Comprendí que mi desfasamiento era irreversible y que, como decían mis primos los mayores, estoy definitivamente out.
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