Según todos los vaticinios, ustedes que me escuchan y yo que leo, estamos muertos y somos sólo una especie de fantasmas. Probablemente, aunque nada lo prueba, aún sigamos vivos, pero los pronósticos dicen que en algún momento del día, este 21 de mayo de 2011 caeremos abatidos por la fuerza de un gran terremoto con el que dará inicio el fin del mundo; porque incluso para el mundo real, el Apocalipsis tiene una secuencia cinematográfica cuyo fin será en octubre: cinco meses de hueso y pesadilla.
Por qué entonces estamos aquí leyendo a Shakespeare. O, si no se acaba el mundo en las próximas horas, para qué vamos a leer el polvo viejo de un hombre que nos es tan ajeno. Qué puede decirnos esta historia, la de Lucrecia, que no miremos en forma cotidiana y a colores en la tele: una mujer violada, la historia del poder y de su abuso, sólo una muerta más y su estela doliente. ¿Para qué la leemos si volteando los ojos la violencia está aquí, junto a nosotros, como una mancha que carcome los muebles, que ningún cloro mata y que viene acompañando la historia de nuestra triste barbarie desde aquel lejano paraíso del que fuimos expulsados hace ya tanto y seguramente con justicia? Peor aún, ¿por qué vamos a leer la historia de Lucrecia, la fuerza de su indignación y su lamento, en esa forma rara, también ajena, que se llama poesía? ¿Para qué detendremos los ojos en esa forma, creada por el hombre o por dios o por los varios azares del DNA, según prefieran, que nos hizo cantar, en forma de poema, si podemos leer el periódico, ver la televisión o leer, en las ya incontables novelas sobre el narco, por ejemplo, la crónica mortuoria de nuestras atrocidades?
Dice Harold Bloom —ese espantoso reaccionario, dirán algunos miembros de lo que él mismo llamó “la escuela del resentimiento”— que William Shakespeare es el centro del canon occidental, que Shakespeare representa la invención de lo humano y que seguimos volviendo a él porque lo necesitamos; “nadie más —dice Bloom— nos da tanto del mundo que la mayoría de nosotros consideramos real”. El poema narrativo Lucrecia, o La violación de Lucrecia, fue publicado en 1594 y su argumento nace de una figura que ha inspirado a lo largo del tiempo un sinnúmero de interpretaciones sobre el significado de los actos que llevaron a Lucrecia, esposa de Colatino, al suicidio. De acuerdo con Tito Livio, los romanos sufrían bajo la tiranía política de Tarquino cuando su hijo, del mismo nombre, violó a Lucrecia quien llevó su vergüenza hasta el suicidio pero antes de hacerlo solicitó venganza. Para cumplir su deseo, Bruto levantó en armas al pueblo dando origen a una revolución política que marcaría el fin de la monarquía y el comienzo de la república. Lucrecia significa entonces no sólo la imagen de la castidad como la de la libertad y la fuerza moral frente al poder violatorio del Estado.
Escrito en estrofas de siete versos decasílabos con un esquema de rima ababbcc el poema narrativo de Shakespeare inicia con la cabalgata de Tarquino cuando va en busca de Lucrecia y termina con el juramento de Bruto de vengar la muerte de Lucrecia, cuyo cuerpo es transportado a Roma donde el pueblo, a la vista del oprobioso crimen, resuelve condenar a Tarquino a destierro perpetuo.
La venganza de Bruto no es entonces la muerte de Tarquino. Su carácter se revela, como en gran parte de la obra de Shakespeare como esa voz de una conciencia que inesperadamente trasciende el horror de las pasiones. Dice la obra:
Bruto, que antes extrajo
el nefasto puñal del seno de Lucrecia,
ante esta competencia de lamentos,
comienza a revestir su inteligencia
de dignidad y honor,
y en la profunda herida de Lucrecia
sepulta ya su aparente locura.
Porque entre los romanos
era como un bufón en medio de la corte.
“¿Es el dolor remedio del dolor?”, pregunta Bruto a Colatino, el afligido esposo, pocos versos antes del final. “¿Las heridas alivian las heridas? / ¿El pesar pone término al pesar?” El poema concluye la historia con la expulsión de Tarquino, que es una muerte más cruel aún que su desaparición física.
Quizá alguno de ustedes habrá tenido la curiosidad de contar los versos de la estrofa que leí y con asombro dirá: no son siete los versos que ha leído, no encontré alguna rima y no son decasílabos. ¿Qué hizo el traductor con Shakespeare?
El traductor de Lucrecia, publicado hoy por la Universidad Veracruzana, es un poeta que no requiere presentación. José Luis Rivas, ha empeñado en esta obra la fuerza considerable de una voz que trae hasta nosotros los siglos que separan a Lucrecia del primer día que vio la luz hasta hoy, con un lenguaje vivo. Rivas explica así su propósito: “Aquí hemos sacrificado algunos aspectos constitutivos de la Lucrecia shakespereana. La rima real del poema ha sido sustituida por estrofas nada regulares de seis, siete, ocho y has nueve líneas, con la pérdida consiguiente del decasílabo y la rima originarios".
¿Por qué Rivas hizo eso? Una reseña de la puesta en escena en España de esta Lucrecia, interpretada por la primera actriz Nuria Espert, lo dice mejor que yo: “La espléndida traducción de José Luis Rivas llega transparente, sin gota de retórica, sin voces extrañas: a caballo de una dicción cristalina, el poema parece iluminarse por esos relámpagos que Coleridge percibió al escuchar a Kean”.
Los relámpagos de la poesía, esa claridad eléctrica que nos desnuda de súbito, siempre son el presente. La poesía siempre es hoy, y eso es lo que consigue la notable traducción de José Luis Rivas en esta versión que es, como toda traducción verdadera, una restauración de lo que somos y hemos sido para enseñarnos, hoy, la miseria del hombre, pero también el prodigio de lo que hemos hecho posible gracias a la palabra. Las palabras de Shakespeare, las palabras de Rivas, se vuelven este día una misma asunción de lo mejor que hemos hecho para enfrentar el espanto del mundo.
Contra todo pronóstico, y a menos que en un segundo más caiga sobre nosotros la fe en el cataclismo, la poesía sigue viva porque va, junto a nosotros, con nosotros, mientras aún respiremos. En el prodigio de su forma podemos aún reconocernos. Por eso leemos a Shakespeare, por eso leemos a Rivas. Yo, que a lo mejor vengo hoy en forma de fantasma, podría decirles que lo único que se opone a la muerte es la belleza porque de toda la miseria del hombre es lo que acaso nos haga perdurables.
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