fragmento publicado en Milenio y su versión íntegra en Riverrun
Para Malva Flores (Ciudad de México, 1961), la poesía es un libro móvil de respuestas íntimas. “Tú las encuentras cuando las escribes y si se publican en forma de libro puedes tal vez compartirlas. Es, para el que escribe, una explicación del mundo como experiencia de algo invisible: la tensión entre tu necesidad y tu deseo.”
En Luz de la materia (Era/Conaculta, 2010), construye un poemario de nostalgia y melancolía, doble viaje (de ida y vuelta) a la semilla; se lee ahí: “Nada regresa, nunca, igual a cuando fuimos”, aunque se da espacio luego a la esperanza del presente a través de la intuición poética: “Sólo nos queda el aire / este temblor de hojas”.
—¿Cuál es la historia de este libro? —La mayor parte lo escribí cuando vivía en México, en un momento que entonces percibí como muy difícil en mi vida. Tenía necesidad de recordar el sitio de mi infancia como un asidero de paraíso y así, reconstruirlo desde la memoria. Eso ocurre en “Dominio”, la primera parte, y en “Mudanza del árbol”, la última. Pero quería también burlarme de mí misma, de la que era en ese momento y de la que yo hubiera querido ser entonces: eso es “Malparaíso”, la segunda sección del libro. Me tardé tantos años en publicarlo tal vez porque necesitaba poner una distancia entre el presente y lo que había escrito años atrás.
—¿Tu obra ensayística o tus investigaciones literarias tienen eco en los poemas? —Ya había escrito la mayor parte de ese libro cuando un día desperté y me di cuenta de que ya no estaba triste, ya no me cuestionaba a mí, es decir, ya no escribía poemas: estaba enojada. El arribo de la tan deseada transición democrática a manos de un partido que no tenía interés real en la cultura mostró muy pronto lo vano de los afanes que habían dividido el mundo cultural pocos años atrás: parcela ya de nadie cuando Vicente Fox anunció el arribo de los head hunters y la cultura no quedó en manos de los grupos culturales que se disputaban el poder sino en la de “administradores” o gente del espectáculo de dudosos méritos culturales. Entonces, te digo, ya había pasado de la introspección del poema al enojo. No con el gobierno, que es lo más sencillo, sino con quienes habían dejado de criticarlo.
En esa época, dice Malva, no entendía ella por qué los poetas habían olvidado expresarse críticamente sobre los asuntos públicos. En su percepción, los mayores enmudecieron y la generación de poetas que debía relevarlos también guardó silencio, en su mayoría, o creyeron ver, acríticamente, un rayito de esperanza. Escribió entonces El ocaso de los poetas intelectuales, con el que obtuvo en 2006 el premio de ensayo José Revueltas. Sigue:
“Después vi que, en la debacle, no me había dado cabal cuenta de otra pérdida. Cada mes yo leía, discutía, me enojaba, me divertía y aprendía, leyendo una revista: Vuelta. Por muchas razones más, Vuelta se convirtió para mí en un personaje: odioso, amable, inteligente, contradictorio o entrañable, como son las personas. A su muerte, no la de Paz, a quien no conocí, sino al cierre de la revista, se perdió un interlocutor valioso, aunque fuera para discutir, o tal vez por eso mismo. Vuelta era también, de algún modo, una casa. En ‘Mudanza del árbol’, la última sección de Luz de la materia, yo quería volver al lugar de mi niñez porque uno cree que allí, en la infancia, fue feliz. Regresé entonces también a Vuelta, pero en ambos destinos ya no había casa. Aún así quise ver de nuevo el sitio, metafóricamente hablando, para saber qué había pasado. Afortunadamente, como todo personaje que se respete, Vuelta dejó un diario: las páginas de la revista...
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