Con los ojos al cielo, pidiendo ya clemencia o acaso una señal, anoche vi llegar el fin del penúltimo día de contingencia sanitaria. Con el cerebro licuado procuré inventar una más, la última, actividad para mis hijos. Sacamos una enorme caja de fotografías que no habían sido incluidas en ningún álbum desde que llegamos a Xalapa. Emiliano las extendió sobre la cama y de pronto una llamó su atención. La fotografía fue tomada el 12 de mayo de 1995, el día de mi boda con David. En ella aparecen varias personas que no logro reconocer y otras cuya presencia en mi vida ha sido, de alguna u otra manera misteriosa, fundamental. En el margen izquierdo logro distinguir a Rodolfo Mata y a su mujer; junto a ellos están, aún sin conocerse, Rose Mary Salum y Gustavo Jiménez. Junto a la puerta que da a al pequeño jardín interior de la casa de mi hermana advierto, de espaldas, el saco mostaza de Aurelio Asiain, y más allá, otros amigos que en aquella época colaboraban en el Semanario de Novedades y en Vuelta. “¿Por qué está rota?”, me preguntó Emiliano, señalando con el dedo una evidente ausencia en el margen izquierdo de la imagen.
Conocí, o reconocí, a Luis Ignacio Helguera el día de la presentación del libro Sendas de Oku en un edificio enorme, blanco, con un amplio pasillo. No recuerdo si era un museo o el Centro Bancomer. He olvidado, también, la fecha. Allí aseguró que me había visto antes, en otro sitio, pero ni él pudo hacer memoria ni yo deseaba que lo hiciera. Por razones que no viene a cuento mencionar, me estaba recuperando de una larga enfermedad que me produjo una especie de amnesia selectiva por espacio de varios años. Tenía miedo de todo y de todos.
No sé con exactitud cuánto tiempo pasó entre la primera vez que lo vi y el momento en que empezó nuestra amistad. Lo cierto es que, quizá a mediados de 1993, David me invitó a la tertulia que todos los jueves se llevaba a cabo en La Tasca Manolo. Quien la animaba era justamente Nacho y pasamos a formar parte de los habituales, junto con Álvaro Quijano y Ernesto Hernández Busto. Allí, después de ordenar unos champiñones al ajillo y la inevitable chistorra, pasábamos varias horas platicando o jugando dominó. No pocas veces llegaron algunos amigos del Konditori, la “tertulia de té y galletas”, se burlaba cariñosamente Nacho. Entonces aparecían Juan Villoro, Tony Deltoro o Rosa Beltrán. Había otros que, pienso, no estaban “abonados” a ningún café o restaurante y cuyas visitas eran ocasionales: Aurelio, Daniel Sada, Carlos Miranda, Guadalupe Sánchez Nettel (hoy Guadalupe Nettel); sin embargo, por lo general estábamos los de siempre.
Nacho y yo no hablábamos nunca de poesía. Un día descubrimos que nos unían otras pasiones: la felina (él era un aficionado del alicaído León; yo, de los Pumas) y el amor por Brahms. Con esa suerte de ironía reprimida que siempre caracterizó a Nacho cuando hablaba conmigo al principio de nuestra amistad, me dijo: “Qué raro. A las mujeres no les gusta Brahms y no lo conocen”. Supe que era el inicio de un examen y supongo que aprobé porque desde ese día Nacho cambió su actitud amable pero distante y se volvió gentil, cariñoso, entrañable.
Sospecho ahora que otra cosa más me unía a Nacho: el amor por ciertos objetos o muebles. No sé si él, como yo, pensaba que los objetos guardan una parte, aún animada, del ser que fue su dueño. Por razones que otros atribuirían al azar —yo, al destino—, la mayor parte de mis muebles pertenecieron antes a otras personas. El piano donde estudia Emiliano fue de mi abuela, el sillón de mi sala es el mismo donde Álvaro Quijano se sentaba durante sus terapias; cinco de mis libreros fueron de Aurelio Asiain, etcétera. Nacho amaba el imponente comedor de sus antepasados, estableció extrañas disputas por los muebles de su baño; alguna vez me contó la molestia que le causaba no poder recuperar los recipientes donde una tía le había preparado la cena de una triste navidad que compartió en casa de algunos amigos. Sin embargo, era capaz de regalar discos inencontrables, primeras ediciones de viejas antologías de poesía, raros diccionarios, o la obra completa de algún poeta inglés, en edición de lujo que pasó, como en los otros casos, de su librero lleno de sorpresas al nuestro.
Nacho era, ante todo, un amigo de capa y espada. No sin cierta impaciencia, pero siempre con afecto, escuchaba mis reclamos imprudentes contra amigos comunes. Tratando de disculparlos, finalizaba diciendo, “es mi amigo” y yo sabía que era el momento de callarme. Sé bien que hizo lo mismo cuando el amigo odioso o imbécil fui yo.
Cuando nació Valeria, Álvaro ya había muerto y Ernesto se había ido de México. Dejamos de asistir a la Tasca Manolo. Nacho nos visitaba en la casa. A partir de entonces, nunca llegó sin un ramo de flores que sonriendo entregaba a mi hija, cuya escasa edad le impedía apreciar ese gesto delicado. Volvimos a reunirnos con cierta frecuencia cuando Aurelio nos invitó a formar parte de (Paréntesis). Casi siempre fui sola pues por esas fechas se manifestó en David el inicio de un proceso misántropo, tal vez irreversible. En el viejo y oscuro edificio de Campeche 429 donde estaban las oficinas, me sentaba junto a Nacho, como si fuera un talismán, para vencer un doble miedo: el que me provocaba la incertidumbre de lanzar alguna estupidez delante de los presentes y el pavor que después del temblor del 85 me producía, y aún me produce, aventurarme a partir de la Condesa: frontera inestable de lo que para mí era el principio de un territorio oscuro y lleno de peligros. Yo deseaba, más que cualquier otra cosa, que esa revista tuviera un futuro luminoso; que en medio de mi caos devolviera las cosas a su orden… pero nombre es destino. Empecé a faltar a las reuniones cuando el miedo fue mayor que mi deseo.
Pocos días antes de su muerte, Nacho habló a mi casa.
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1 comentario:
llego aqui por intermedio de Victor Gayol, asi que le agradezco haberme conducido a esta casa nomada y al post, de L.I.Helguera y a ti desde luego por escribirlo.
saludos sonorenses
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