miércoles, 22 de julio de 2009

Malcolm Lowry: 100 años

Voy a iniciar esta breve intervención con un homenaje inesperado para quienes hoy me escuchan pero también para mí. Durante varios días había pensado cómo hablar esta tarde, qué decirles a ustedes, quienes seguramente tienen más competencia que yo para abordar el tema. Yo voy sobre una tensa cuerda que amarrada a la orilla de altos edificios, se desliza entre ellos como una víbora muerta, en apariencia. Allí, subida en esa cuerda muchos metros arriba de mi propio vértigo intentaba decir para ustedes algo que no supieran. Desistí nuevamente cuando sonó el teléfono por enésima vez. Era mi padre. Quería saber quién había traducido El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, esa obra olvidada que tanto amamos él y yo. Yo tampoco sabía. Los libros que ambos poseemos son una horrible edición de Sudamericana que omite el nombre del traductor. Colgué furiosa por las interrupciones y me senté de nuevo ante la máquina. Imposible. La cuerda empezó a balancearse en las alturas de mi desconcierto y entonces recordé la historia de Nessim y Justine, de Darley, Melissa, del ácido poeta Purswarden, personajes que hoy ya nadie recuerda. Pero más allá de la intriga feroz o las historias de amor que habitan El cuarteto, siempre volví a ese libro buscando el cuerpo de un lenguaje que me dejaba atónita, conmovida en la espesura de sombras luminosas. No pude seguir con mi recuerdo, y aquí acaba mi homenaje, porque los ojos vivos de un zorro que se llamaba Lowry me sacaron del sueño. La contraportada de El volcán, el mezcal, los comisarios, volumen traducido magistralmente por Sergio Pitol y sobre el que había prometido mi ponencia, me devolvió al infierno.

Allí estaba el zorro, burlándose de mí con una sonrisa que apenas disfrazaba un bigotillo clásico. “Yo no puedo escribir una ponencia. Soy sólo una lectora”, recuerdo que le dije a Esther Hernández Palacios, cuya generosidad me tiene frente a ustedes balbuciendo. Había prometido hablar de otra víbora, la que se enrosca sibilante entre el autor y el texto: el editor. Tenía pensada toda mi intervención, que iniciaría con el recuerdo simpático de una breve novela donde César Aira reconstruye esa otra versión del Síndrome de Estocolmo, donde el secuestrado es el autor y “amoroso” verdugo el editor. Después me di cuenta de que esa metáfora era absurda pues en realidad los personajes de La vida nueva son un editor que da largas a la publicación de una novela y un autor que prefiere no llamarle para ignorar el destino de su libro. Por otra parte, pienso, la relación de Lowry con su editor, Jonathan Cape, dista mucho de ser complaciente. En cuanto escribo su nombre, el zorro mueve las orejas puntiagudas, prestas a cualquier desliz del baboso conejo que muerde zanahorias. Alejo de mi vista su foto de concurso, esa donde aparece con rasgos de Clark Gable, pienso, aunque luego me fijo y comprendo mi error: de Gable sólo tiene el bigote. Sus ojos no sonríen y más bien me dan miedo. Volteo nuevamente el libro, saco mis apuntes y leo los garabatos que escribí para esta ponencia imposible:

“Tengo la convicción de que El volcán amplía nuestro conocimiento del infierno” dice Lowry a Cape, en una de las más originales defensas que yo haya leído de un autor —ese excéntrico personaje que la crítica francesa dio por muerto el siglo pasado—. Agobiado por la lectura del dictamen que mereció Bajo el volcán de parte de un inepto lector que sugería cambios y mutilaciones a su texto, Lowry dedica medio centenar de páginas para exponer y defender ante Cape lo que él llama justamente “el punto de vista del autor”. Amén de la extraordinaria, irónica y no pocas veces conmovedora prosa con la que, capítulo tras capítulo de su propia novela, Lowry va explicando las razones de tal o cual pasaje, de ciertos giros lingüísticos o del fluir de la prosa que al dictaminador le parecieron incorrectos, lo que nos muestra la carta es la prodigiosa estructura de una novela desentrañada por la no menos prodigiosa arquitectura mental de su autor. Delante de nosotros se expone la construcción de la trama y todos los hilos del libro quedan a la vista como un bordado perfecto sólo que, en esta ocasión, contemplado desde el reverso del lienzo de palabras.

La ampliación concreta de aquel infierno lo constituye la segunda carta, dirigida a su abogado Ronald Paulton, incluida en el volumen sobre el que vengo hablando. Una serie de infortunios esperan a Lowry al regresar a México después de años de ausencia. Ver más

1 comentario:

ángel dijo...

Gracias por tu espacio que frecuento, y por este homenaje a Lowry, que nos reescituró un volcán.



Saludos...