Sentados frente a la mesa de un restaurante en la ciudad de Guadalajara, Sergio Pitol, Joaquín Diez Canedo, Martín Solares, Rodolfo Mendoza y yo aguardábamos el momento en que debíamos presentar la hermosa colección editada por Rodolfo para la Universidad Veracruzana, "Sergio Pitol, traductor", en el marco de la FIL. De pronto, el autor de Los minutos negros (recientemente señalado por Junot Díaz como el mejor libro del año, según leo en el blog de David Medina Portillo), nos mostró una pequeña libreta que, a la distancia, me pareció una colección de garabatos. En efecto, su cuaderno de apuntes eran dibujos. Dibujos de novelas. Rayas, círculos, extrañas coordenadas: ríos y pasadizos. No esquemas sino, al contrario, mapas de la memoria, la imaginación y, por qué no, de la crítica que no se contenta con dibujar tan sólo el cuadro.
Siempre he creído que la diferencia entre la crítica académica y la literaria es justamente la certeza de que, para esta última, existe un orbe de palabras que se salta la tranca de las marialuisas; que la estirpe analógica del lenguaje (y perdón por los terminajos) nos impide o nos debería impedir (como un imposible precepto de moral estética) la adopción del anaquel como método crítico. Ante al cuadrito profesoral, mejor el entusiasmo del garabato, la libertad de la línea, la disposición del lector para defender aquello que el cubículo señala con dedo flamígero como “crítica impresionista”.
A eso nos dedicamos aquel mediodía: al entusiasmo del lápiz, de la imaginación crítica. Pero nosotros estábamos sin libreta y sólo Martín se llevó, en la suya, la “impresión” de Sergio sobre su propia obra, El viaje.
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