Adolfo Castañón
Estas palabras fueron escritas por el autor de Lluvia de letras en un artículo llamado “Los instrumentos de la legitimidad: la crítica en México”, 10 o 15 años antes de que terminara el siglo pasado y que junto con otros textos, reunidos en 1993, conforman ese libro admirable que se llama Arbitrario de literatura mexicana.
Ese volumen fue el inicio de la obra general de Adolfo Castañón titulada “Paseos”, y hoy nos enfrentamos a otra excursión, aunque ahora su recorrido, siendo esencialmente el mismo, ha cambiado de horizonte. “Lluvia de letras sobre el paisaje del desamparo” reza el epígrafe de Octavio Paz colocado al inicio de la obra, dándole título no sólo a este volumen sino a la sección periodística que le dio origen y que apareció durante algunos años, primero en el diario Reforma y posteriormente en Uno más uno.
En su “Umbral”, el autor inicia con una serie de preguntas, de las cuales me interesa rescatar una: ¿Qué es una antología? nos pregunta Adolfo y agrega: “Esta reunión de poemas aparentemente aleatoria ha querido dejar constancia de un gusto y de una curiosidad hacia la poesía”.
Efectivamente una antología es —definiciones más, definiciones menos—, una colección formada con trozos literarios seleccionados, de un autor o de varios. Pero esta antología —que incluye autores tan lejanos entre sí como Bernard Mandeville, María Sabina o Alejandro Tarrab— quiere ser también, y así lo señala el subtítulo, una “Lección antológica”. Aunque Adolfo asegura que Lluvia de letras no es un libro escolar, acota enseguida que “no rehuye dar alguna lección”.
No está de más, ahora que la discusión sobre los títulos y subtítulos de las obras de crítica literaria se ha puesto de moda, revisar el que hoy nos ocupa. El primer significado de “lección” es “lectura”. Su segunda acepción implica la “explicación de una materia para enseñarla a otros”. Si leemos el subtítulo como “Lectura antológica” las palabras evitan cualquier suspicacia. “Dar una lección” implica, más allá del diccionario, otro matiz.
Lluvia de letras es un libro extraño. Mi primera impresión fue de absoluta perplejidad y asombro. La selección, que incluye a más de 125 autores “de poesía iberoamericana y de otros lugares”, (entre los cuales se encuentra incluido, por ejemplo Juan José Arreola), tiene varias peculiaridades tales como: el reconocimiento a la traducción de poesía; el conocimiento y difusión de críticas realizadas por otros autores a los textos comentados; la inclusión de poetas más jóvenes que el autor (lo que constituye una rara generosidad en el medio), entre otras.
Sin embargo, existe otra particularidad que hace del volumen un libro realmente interesante: amén de la selección y algún breve texto crítico de Castañón sobre el poeta elegido, cada muestra está precedida por un epígrafe de otros autores o incluso del mismo que se comenta.
Comúnmente, un epígrafe sirve para sugerirnos algo sobre el contenido del texto que lo sigue, pero también, dice María Moliner, es una sentencia que nos llama la atención sobre lo que “ha inspirado” al texto mismo. Aquí ocurre algo similar pero también con matices. El epígrafe sirve para anotar, independientemente de los poemas elegidos, lo que el poeta, el libro, el poema, le inspiraron a Castañón. En estos epígrafes encontramos entonces, más allá de los textos críticos que Adolfo añade, la verdadera crítica que el autor de la Lluvia de letras realiza sobre el trabajo de los poetas que incluye, sobre su figura personal o pública e incluso sobre el tipo de edición que comenta (y me refiero específicamente a las características comerciales y físicas de los volúmenes).
Diario de lecturas, en los epígrafes encontramos la lección: son crítica concentrada. Sentencian, elogian y en algunos casos actúan como palmeta: “dan una lección”. Pero, sobre todo, son producto de la curiosidad de un autor que infatigablemente revisa cuanto cae en sus manos y arbitrariamente —pues no hay otra forma legítima de hacerlo— elige, comenta.
Existen, no obstante, dos autores cuyos textos no están acompañados del famoso epígrafe. Uno es Andrés Henestrosa (aunque lo antecede una nota curiosa sobre la interpretación que su hija realizó de sus canciones con motivo del aniversario del poeta). El otro es Gabriel Zaid. En este caso, aventurar cualquier interpretación me parece ocioso. (Desde la certeza de que un autor como Zaid no requiere de más explicaciones hasta una previsible errata, todo puede ser posible). El epígrafe seleccionado para Octavio Paz es de Paz mismo y tanto esas líneas como la elección del poema (que para algunos podría resultar extrañísima) o el texto que Adolfo le consigna, son una buena muestra de lo que esta Lluvia de letras es: una compilación donde el lector puede seguir el itinerario de lecturas personal, incluso íntimo, de un escritor que, sin olvidar sus afinidades y afectos, no ha rehuido el rigor crítico.
Aunque toda antología aspira secreta o abiertamente a configurar el canon, esta Lluvia de letras es sin embargo un ejercicio excéntrico, en todas sus connotaciones. La cantidad de gotas que caen en una hora de lluvia —para contestar a la primera pregunta que realiza Castañón en su “Umbral” —, es prerrogativa de quien hace llover. Por eso, me parece, no es pertinente abundar sobre la selección de autores ni de textos. El responsable del aguacero es Adolfo y habrá quien se cubra, quien disfrute de la lluvia o quien no la vea. Existirá también quien levante la cachiporra de la legitimidad o una estadística de ausencias y aún así seguirá lloviendo en éste, nuestro paisaje del desamparo.
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