domingo, 19 de septiembre de 2010

"No hay escritor sin crítico" (Razones para estudiar el doctorado)

¿Pero no es más bonito cobrar por acreditarse como Gran Acreditador, aprovechando el viaje de remolque en libros ajenos?
Gabriel Zaid.



Durante más de dos años llevé frente a mis ojos la zanahoria que tenía escrito el nombre de la plaza universitaria prometida a mi marido. La culpa no me dejaba vivir. Pero gracias a la ilusión del tubérculo puse en práctica toda clase de actividades, ajenas a mi voluntad, que implicaban tiempo y sobre todo la molestia que supone reconocer, a la vista del resultado, que nos habían visto la cara. Para contribuir a que se hiciera efectiva la dichosa “plaza”, redacté gratuitamente dictámenes de enormes y aburridas disquisiciones pseudoestéticas, pseudoliterarias, pero bien académicas, que ni en sueños habría leído si otras fueran mis circunstancias; asistí a una veintena de reuniones inútiles, exponiendo ardorosamente argumentos que nadie comprendía, hasta que entendí esa otra forma de coexistencia en el campus: hacerse presente en juntas interminables para hablar de problemas irresolubles una vez por semana e imaginar que en ellas se está arreglando el futuro de una patria que se constriñe, naturalmente, al limitado espacio de los muros universitarios.

También trabajé en un sin fin de proyectos, absurdos y de imposible realización; pero no comprendí mi error sino hasta revisé algunos documentos donde se reseñaba (en el inconfundible lenguaje que sin discriminación utiliza dos palabras —paradigmático y emblemático— para calificar cualquier baba de perico) que: “con este homenaje, nuestra máxima casa de estudios ha querido contribuir a los festejos que honran esta publicación emblemática y, al mismo tiempo, incidir en el fortalecimiento y actualización académicas necesarios para...” No me importó el adjetivo aplicado a la publicación porque gracias a mi paso por la academia ahora sé que todo es un emblema. En consecuencia, el homenaje era no sólo necesario sino forzoso. Lo que acabó con el resto de mi paciencia fueron los índices considerados para acreditarse como un académico respetable que desea contribuir al engrandecimiento del claustro.

Le hablé a mi padre no sin cierto resquemor. El pobre estaba harto de mis continuos reparos en los que veía, estoy segura, el velado reproche de la plaza que nunca había conseguido para mi marido a pesar, me consta, de todos sus esfuerzos y de mi trabajo inútil en la oficina universitaria que le habría dado cabida como Jefe del departamento editorial. Sí, allí habría trabajado, me dijeron, si no fuera porque el sindicato había impugnado la plaza y porque el futuro jefe no ostentaba otro título que el de haber trabajado en la revista que algunos podrían llamar “paradigmática del México finisecular”, lo que, ahora vengo a descubrir, es una mancha más grave aún que la hoja de antecedentes penales.

Le hablé pues a mi padre para consultar con él mis inquietudes. El teléfono estaba “descolgado o en reparación”.

Es ridículo, lo pienso ahora, que este incidente menor me haya trastornado. Pero después de ese momento perdí toda compostura y en mis anotaciones al margen de un documento “prospectivo” conseguí exponer en dos párrafos lo que con tanto esfuerzo había ocultado durante dos años y me sentencié a muerte institucional. En resumen, exponía la molestia de los escritores y de todos aquellos que eran relegados por no haber obtenido el áureo papel que acreditaba la obtención de un doctorado, documento necesario para acceder al Sistema Nacional de Investigadores, fundación mexicana de beneficencia que apoya de por vida la tala de árboles y la acumulación de citas. Como era previsible, mi alegato fue sólo una pataleta ridícula pero lo que indignó a mis colegas fueron dos de mis apuntes: “¿No es irónico —preguntaba— que se tache de ‘improductivos’ a los escritores cuya obra (y no me refiero a la mía, naturalmente) sirve para que los académicos la estudien y logren así ingresar al SNI?” y “¿han pensado qué pasaría si los escritores dejaran de escribir? ¡No tendríamos trabajo!” Con bastante torpeza intentaba, gracias al plural, aliarme a los académicos, que no se chupaban el dedo y cuya respuesta me dejó sin habla: “No hay escritor sin crítico”.

La galería de retratos de los grandes escritores viajó por mi cabeza y di por terminada la polémica inútil, ofreciendo mustias disculpas por mi desafortunada intervención. Entonces me inscribí al doctorado.

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