El primer aviso de mi desfasamiento temporal no lo obtuve frente al espejo sino en un consultorio médico, cuando el ginecólogo quiso disipar mi angustia advirtiéndome que no había motivo de preocupación pues él era, lo dijo muy orgulloso, un “especialista en embarazos de señoras añosas”. El nacimiento de mis hijos me procuró, sin embargo, otra manera de mantenerme “al día”. Gracias a ellos pude volverme una experta en la música del dinosaurio de dudosa sexualidad, me convertí en fanática de las cintas producidas por Marvel, conseguí todos los carteles de Harry Potter y pude asegurar, como David Huerta, que la obra de Rowling era casi un clásico contemporáneo. Fueron también la excusa predilecta para informar que mis únicos acercamientos al séptimo arte se reducían a los filmes infantiles y encontré en su reiterada compañía datos suficientes para afirmar que cualquier obra forma parte de la cultura.
Lo de la música estuvo más difícil, pero afortunadamente, la “clásica” me salvó de conocer manifestaciones más allá del recién fallecido Jackson o de Madonna y nada supe de bandas, movimientos e intérpretes que no tuvieran que ver con Hanna Montana o High School Musical. Con dificultad soslayé el conocimiento de extraños fenómenos como algo que se llama “manga” adjetivo que mis alumnos del taller de cuento lanzaban con desdén a sus compañeros cuando leían algún texto que yo, ilusamente, califiqué de literatura fantástica para no herir los sentimientos de los futuros narradores.
La poesía me mantenía aún en la batalla pero bien me daba cuenta de que ahora la cosa era distinta. No por la poesía en sí —si es que había— sino por su representación circense. Lo que más me dolía era pensar en mi estatura y lo ridículo de mi apariencia en un cuadrilátero poético o “teatralizando” mis poemas frente a la audiencia. La única experiencia similar me había ocurrido hace algunos años, en el festival de Rotterdam, dedicado en aquella ocasión al Mediterráneo. En un auditorio inmenso, con más de 400 personas, los poetas debíamos leer en un escenario que simulaba la arena sobre la que, probablemente, Penélope lloró mientras tejía. No me sobresaltó el temor de leer frente a tanta gente, sino la altura infinita del micrófono: un pedestal como mástil clavado en el centro de mi uno cincuenta y seis cm. de altura. De puntitas leí mi poema intercambiable: un texto sin título que me ha servido para acudir, con diferentes nombres, a este tipo de veladas. En Holanda se llamó “Regreso a las islas griegas” que jamás había conocido y a las que nunca he vuelto.
Lo que más problemas me ha ganado es mi incapacidad para entender el término “irreverente”. Todo ahora lo es. Cuando pregunto en clase por qué les gusta o no cualquier lectura, aparece la palabrita que imagino panacea de la crítica contemporánea. Ser o no ser irreverente equivale a lo que en mi lejana niñez significaba ser “in” o “out”. Pitol es irreverente, Paz solemne. Villoro es irreverente, Rossi es aburrido. Bolaño es El Irreverente. Mis hijos tampoco conocen esa palabra. Para ellos todo es, o no es, cool (kul escriben en el chat).
Como formo parte del consejo de redacción de Literal, intenté escribir algo sobre el próximo tema de la revista que tratará sobre el comic. Fracaso rotundo. Mi experiencia sobre el tema es nula. No conocí a Chanoc, ni a la familia Burrón o Memín Pinguín. De Kalimán sólo supe que exigía paciencia. Jamás leí Watchmen y de los super héroes apenas ahora conozco las versiones cinematográficas dobladas. Comprendí que mi desfasamiento era irreversible y que, como decían mis primos los mayores, estoy definitivamente out.
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1 comentario:
què triste!!!!!! allì en los cómics también hay clásicos contemporáneos
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