Hace algunos años un querido amigo —Rodolfo Mata— y yo pensábamos cómo volvernos medianamente ricos. Juntos habíamos hecho algunas cosas, todas ellas reñidas con el dinero. Las más lejanas de nuestro legítimo anhelo monetario fueron la edición de un libro y la preparación de una antología.
El libro en cuestión (Aviso a los náufragos, de Paulo Leminski) había sido traducido del portugués por Rodolfo y confiado a las manos ingenuas de un matrimonio que creía en la edición artesanal, en la posibilidad de la poesía como primera piedra de una empresa, en la amistad como principio de la lectura, en fin: un par de burros que gastaban su escaso dinero en libros que cosían a mano, por los que no pagaban ni dos pesos de regalías a los traductores (se trataba de una colección bilingüe) y que repartían los cien libros del “tiraje” entre sus amigos. Sergio Valero y Ari Cazés nos acompañaron, a David Medina Portillo y a mí, en esa empresa fabulosa cuyo destino estaba ya marcado por su nombre (Eldorado ediciones) pues —aun conociendo la dichosa frase nombre es destino— nadie se da cuenta de los verdaderos alcances de nombrar. (Me disperso un poco pero no puedo evitarlo: mis padres me pusieron nombre de rumbera. Cuando he llegado a Conaculta de pedigüeña, las amables asistentes me han dicho, al ver mi formato de solicitud: “Maestra, donde dice ‘nombre’, escriba usted su nombre. Hay un espacio destinado al nombre artístico”. Veinte años atrás me habría regresado directo a insultar a mis padres. Ahora sólo sonrío con aire melancólico apropiado porque sé que, además de flor, color, comida para vacas y manera de referirse a alguien que ya está muerto (“criar malvas”) —entre otras acepciones más desagradables— mi nombre significa “pena del corazón” (así me lo dijo hace ya también muchísimos años Huberto Batis, con un raro, enorme y polvoso diccionario de nombres en la mano). En fin, el último o penúltimo libro que Eldorado editó fue justamente Aviso a los náufragos y no nos dimos cuenta del mensaje.
Por la preparación de la antología no percibimos, tampoco, dinero alguno, pero gracias a ella Rodolfo y yo inauguramos un chiste personal sobre las posibilidades del limbo. Allí, al limbo imaginario —que en realidad era el piso de mi departamento— lanzábamos, él y yo, algunos libros sobre cuyo destino no estábamos tan seguros como los otros dos amigos con los que compartíamos nuestro ánimo selectivo (Gustavo Jiménez Aguirre y, nuevamente, David). La antología se llamó Casa en el horizonte, aunque debo decir que nada tuve que ver con ese nombre y no sé, tampoco, si se volvió una casa o, más aún, si había horizonte. La única certeza al respecto es que los allí reunidos, entonces jóvenes poetas, ya no son jóvenes hoy. (Suscribo todavía, sin embargo, gran parte de aquel deslinde).
Mucho tiempo después le propuse a Rodolfo que hiciéramos una nueva selección. Esta vez recogería, no poemas, sino certezas populares. Nada de andarnos por las ramas. Iríamos al centro mismo de la creación. La antología, pensaba yo, debería tener un título probablemente largo, probablemente chistoso, probablemente irónico. La muestra era enorme: todas las frases y acciones reales o atribuidas a Carlos Salinas de Gortari: desde el famoso “no se hagan bolas”, hasta aquella sombra que recorrió el país bajo la especie de que el ex presidente había vendido el Popocatépetl a unos japoneses que allí habían instalado laboratorios clandestinos, razón por la cual la erupción era inminente.
En el taxi que nos conducía a otra lectura de poemas, recordamos algunas de las más chistosas, de las más inverosímiles de aquellas historias que serían parte de un festivo “mito urbano” si algunas de ellas no fueran tan ciertas. Sin embargo, como no tenía nombre, no nació, y perdimos la oportunidad de hacernos ricos.
Ayer, en un espacio de tiempo muy corto, me enteré de que la enfermedad que nos acecha se llamaba influenza y acabó, después de mutar varias veces como el mismo virus, en gripe porcina. Desafortunadamente los virus nacen y viven independientemente de su bautizo. El limbo, pues, es nuestro. Por eso, y después de escuchar y leer las más increíbles historias sobre la propagación de la enfermedad, lamenté que mi querido amigo me hubiera abandonado en este limbo y se divirtiera, lejos de la gripe porcina, pero también de la imaginería popular, en un lugar de nombre Río Claro en Brasil.
1 comentario:
Hola. Veo que mencionas a Arí Cazés. ¿Es verdad que falleció? ¿De qué murió?
Saludos
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