No me lleva un espíritu chauvinista al solicitar su pálida cabeza sino el precario conocimiento de un deporte al que he sido aficionada desde hace muchos años; pasión que me llevó a pegar en mi diario los recortes del Esto cuando México perdió 6-0 frente a Alemania en el Mundial de Argentina. (Digo esto para que se entienda que, aun sin ser una especialista, sin ser tampoco Villoro, tengo algún conocimiento sobre el tema). En aquel triste momento, que atesoro como uno de los días más aciagos de mi adolescencia, ocurrió como nunca antes el endiosamiento mediático de una selección inútil. (Recuerdo con particular desagrado aquel anuncio televisivo donde “El gonini” Vázquez Ayala anunciaba Televisores Zenith, detergentes, o algo así, y la imagen mil veces repetida del famoso “niño de oro” y adláteres). A partir de entonces, todo ha sido lo mismo: imágenes e imágenes de un glorioso fracaso anticipado, aunque eso sí, harto divertido (hasta que lloramos).
Dejo la sección de deportes y me dispongo a continuar mi trabajo sobre la revista Vuelta. El tema de hoy: la que considero última polémica literaria del siglo pasado: la “literatura light” vs la “literatura difícil”. Pero la muina no me deja continuar. Todo tiene que ver con todo, pienso, cuando releo el artículo de Vargas Llosa aparecido en el último número de Letras Libres, “La sociedad del espectáculo”, y me siento parte de ese circo romano: el espectáculo en la cancha que lleva al individuo a desencadenar “instintos y pulsiones irracionales que le permiten renunciar a su condición civilizada y conducirse, a lo largo de un partido, como miembro de la horda primitiva.”
Concéntrate, me digo. El asunto es la literatura light. Vuelvo a Vargas Llosa: “No es por eso extraño que la literatura más representativa de nuestra época sea la literatura light, es decir, leve, ligera, fácil, una literatura que sin el menor rubor se propone ante todo y sobre todo (y casi exclusivamente) divertir. [...] La literatura light, como el cine light y el arte light, da la impresión cómoda al lector, y al espectador, de ser culto, revolucionario, moderno, y de estar a la vanguardia, con el mínimo esfuerzo intelectual. De este modo, esa cultura que se pretende avanzada y rupturista, en verdad propaga el conformismo a través de sus manifestaciones peores: la complacencia y la autosatisfacción.”
Entonces me acuerdo del libro que recientemente ha publicado Gabriel Zaid, El secreto de la fama (Lumen, 2009), donde vemos ya tipificado el ascenso al poder (y a la fama) del mediocris habilis, el “perfecto incompetente que acaba siendo el número uno” no por ser el mejor o el más apto, sino porque ha sido el “más competente en competir, acomodarse, administrar sus relaciones públicas, modelarse a sí mismo como producto deseable, pasar exámenes, ganar puntos, descarrilar a los competidores, seducir o presionar a los jurados, conseguir el micrófono y los reflectores, hacerse popular, lograr que ruede la bola acumulativa hasta que nadie pueda detenerla”. Pienso en nuestros seleccionados y hasta en el sueco, pero también en muchos otros miembros “ilustres”, “mediáticos”, de nuestra República de las Letras.
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