miércoles, 15 de septiembre de 2010

Todos somos amigos de los muertos



Anoche tuve un insomnio atroz. La perspectiva de cumplir esta noche 200 años de ser mexicana cayó sobre mi cuerpo como un baúl de huesos. Pensé en los héroes, en las nuevas madres de la patria que quieren desbancar de su sitio en el zócalo a Doña Josefa; en todas las novelas que, apuradas en las prensas, ahora sí, van a mostrarnos a esos personajes de “carne y hueso”.

Como ayer asistí a una conferencia donde un joven y exitoso narrador latinoamericano expuso su canon, pensé también en los héroes literarios. Entre muchas otras cosas, el narrador de marras admitió que los escritores (los narradores, pues, porque los poetas no existen más que como personajes, digo yo) hoy están divididos en “castas”. Como en la Colonia, pensé. Aunque un escritor esté publicado en Anagrama o en Planeta o en Tusquts, eso no significa nada, porque sus libros pueden ser distribuidos solamente en su pueblo, en dos o tres ciudades más allá de su país y muy pocos, sólo muy pocos, alcanzan la gloria global. O sea que, como decía mi padre, “todavía hay clases sociales” o, según el sapo es la pedrada.

Mientras intentaba dormir, en vez de contar borreguitos, intenté recordar los nombres de las calles que en la ciudad donde vivo honran a sus próceres literarios. Todo aquí es glorioso de modo que hay avenidas que se llaman “Maestros Veracruzanos”, “Circuito Presidentes”, “Xalapeños Ilustres”, pero hay una calle que tiene un nombre que, desde que llegué a vivir acá, llamó mi atención. Se llama “Poeta Jesús Díaz”. Mi ignorancia es muy amplia y no sabía quién había sido Jesús Díaz, pero me alegró saber que el municipio reconocía y honraba su "profesión".


Todas las ciudades tienen esos héroes literarios. Todos los países tienen su Panteón. Nosotros, los “de a pie”, contamos también con heráldica bicentenaria. Ya porque aseguremos que nuestro linaje se remonta al tiempo glorioso de la independencia o porque, más acá, un tío bisabuelo luchó codo a codo con Zapata.

Pero también fuimos amigos de los muertos ilustres. Como no pueden venir a desmentirnos, su renombre es también nuestro. No es forzoso celebrar algún aniversario. La única condición es que el aludido esté muerto. “Aquella noche que Georgie nos contaba…”; “cuando veíamos los Simpson, Octavio se reía como loco”; "Pasamos horas buscando unos zapatos que le quedaran a Julio”. Ni Borges, ni Paz y tampoco Cortázar pueden venir a refutarnos. Pero hay muertos que aún hacen ruido, de modo que es necesario saber en dónde y con quién soltar la historia de nuestras presuntas amistades. El “charolazo” puede resultar fatal. Dependiendo del sitio, hoy lo adecuado es decir: “Quise mucho a Bolaño, era un ser entrañable” o “Los gatos de Monsi eran divinos pero se le subían a uno hasta el pescuezo”.


Usufructuar el nombre de algún muerto es moneda corriente desde hace doscientos años. ¡Viva México!

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