jueves, 12 de enero de 2012

Valor civil (abandonar la fila)

Cuando llegué a la fila, a las siete de la mañana, ya se habían reunido todos los signos que en cualquier película de desastres aéreos que se respete profetizan el error de abordar un vuelo con rumbo del desastre: la presencia de una monja, moscas, una embarazada, una pareja feliz, varios niños berreando y un equipo de lo que sea (basquetbolistas, feministas en tránsito a un congreso “de género”, adoradores del Dalai Lama, escritores, etcétera), son el anuncio de la calamidad que vendrá. En mi fila había dos monjas (o sucedáneos) que tejían; la primera, una bufanda azul maya con estambre El Gato; la segunda, un intrincado rosario hecho con nudos. La ojerosa embarazada, a mi lado, deseaba cubrir los estragos del paño con un maquillaje cuyo color revelaba la distancia profunda que existe entre el modelo y el ideal. Formábamos el equipo los 101 ciudadanos antes que yo, yo misma y la legión que poco a poco se fue formando en la fila cuyo propósito era que un dios ciego y sordo nos reconociera como nosotros mismos. Es decir: yo soy yo y, por favor, acredítelo. Las moscas llegaron poco después, acompañando un puesto de fritangas que convenientemente se instaló cerca de la fila. Las aladas pronto tuvieron compañía cuando llegó el camión de la basura y me felicité en ese momento por haber huido de la ciudad de México que, según los noticieros, estaba sumida, gracias a la previsión de sus gobernantes, bajo toneladas de basura. Pero una fila convoca toda clase de pensamientos absurdos (o no tanto) y muy pronto cierto terror se apoderó de mí: éramos el blanco perfecto para una ráfaga de “Cuernos de Chivo”.

Yo veía todo desde una sillita portátil. No me volvería a ocurrir. Hace seis años permanecí de pie cerca de cinco horas, bajo un sol inclemente, en otra fila dispuesta para que los recién llegados a provincia pudiéramos votar en una de las dos casillas que la ciudad dispuso para los fuereños. Las elecciones del 2006 habían dividido y acabado con mi familia. Con el propósito de reunirla en un odio común, decidí aquel verano votar por el PRI, a pesar de haberlo hecho siempre por el PRD. Pero nadie votó, porque cuando faltaban 12 personas para entrar a las urnas, Emiliano, que tenía apenas dos años y medio, empezó a vomitar como una fuente y debimos abandonar la olorosa fila frente a los ojos rencorosos de la ciudadanía que debió cargar con la peste. Ese mismo día comprendí que la decisión de Emiliano había sido la más sensata y había evitado, a los integrantes de mi familia, la vergüenza de nuestra elección.

A las siete de la mañana cualquier fila ofrece un espectáculo deprimente. Todos los allí formados vestían de color oscuro. Por eso destacaban dos personajes curiosos: un muchacho que combinaba el horror de sus Crogs rosa mexicano con una gorra donde venían estampados los símbolos del ascenso y caída de nuestra dolida civilización: en la visera, la imagen de la Guadalupana; en la gorra, el escudo de la Selección Mexicana de Futbol, ambos bordados primorosamente, lo juro, en chaquira y lentejuela, como la china poblana. Lo más singular del joven era su voz, que cada cinco minutos repetía, en el infaltable celular, “vale verga”. El otro personaje raro era una muchacha que con brevísima minifalda amarilla, besaba apasionadamente a su novio, del que nunca pude conocer el rostro. A las 10 de la mañana, mientras sudaba a causa de mi chamarra con forro de falso borrego, pensé que al menos era lindo vivir en una “entidad” donde no está prohibido besarse a placer, en plena calle, y mostrar las piernas a cualquier hora del día.

“Hace falta valor civil, para seguir aquí”, dijo una señora, al cuarto para las once. Para mí, “valor civil” está ligado axiomáticamente a la voz de mi madre: “Ten el valor civil de reconocer que mentiste” o “ten el valor civil de admitir que te comiste el postre, que manchaste la blusa de tu hermana, que viste feo a la maestra…”. Valor civil es, para mí, algo parecido a esa parte del “Credo”, cuando uno se da golpes en el pecho mientras murmura contrito: “por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa”. Si yo hubiera sido una ciudadana ejemplar, no habría esperado a la última semana para hacer el trámite y hoy debía tener el valor civil de reconocerlo: por mi culpa, por mi grande culpa. Eso pensaba cuando llegué, por fin, al primero de los tres “retenes”, donde los empleados revisaban si el ciudadano traía todos los documentos en regla. El muchacho de los Crogs fue eliminado y se fue gritando su consigna. Yo estaba aterrada: la voracidad de mi gato acabó con una esquina de mi única acta de nacimiento original. Pasé, y gracias a mi temprana euforia pude advertir que junto al letrero que decía “Módulo de atención ciudadana”, había otro, igual de grande, que en letras negras y rojas señalaba: “Prohibida la entrada a VENDEDORES AMBULANTES, ADIVINADORES (ofrecer lectura de mano). Cualquier persona que sea sorprendida será consignada ante las autoridades”. Entonces avanzó la fila y pude finalmente entrar a la horrenda construcción cuyo arquitecto supuso que emulaba Teotihuacán. En el pasillo anterior al segundo retén (donde revisaban lo mismo), estaban acomodadas varias mesas de libros a la venta: la obra completa de Paulo Cohelo, las aventuras del niño mago, una versión Anime de El arte de la guerra y El libro de la selva (“en sólo 25 páginas!”, decía la orgullosa portada); La filosofía del Dr. House; Las mujeres que aman demasiado; Humano, demasiado humano; Historia de mis putas tristes, El miedo a la libertad y muchos libros de Deepak Chopra, uno de los cuales advertía en su contraportada: “Si supieras que los milagros pueden ocurrir, ¿cuáles pedirías?”. Yo pensé que definitivamente había errado mi vocación y —recordando que al poeta Joseph Brodsky lo habían sentenciado a prisión porque los fiscales soviéticos consideraron que la suya era una “vocación socialmente parásita”— consideré que era ya un milagro no compartir con los ambulantes y los adivinadores el cartel de la entrada. “Qué estúpida pretensión”, me reconvine inmediatamente.

Dos horas más tarde, y una vez revisada nuevamente mi documentación, pasé a que me tomaran la foto y debí esperar una hora más a que “escanearan” mis documentos. Salí con el alma inflamada de nacionalismo, con un papelito que me augura que el 9 de febrero deberé pasar por un nuevo tormento para al fin tener la preciada Credencial de Elector. Con ella en la mano estaré segura de que ese dios sabe que yo soy yo; que tendré la oportunidad de elegir a uno de sus feligreses quien, como él, ni me vea ni me oiga; pero también podré hacer otro trámite para sacar mi pasaporte, abandonar definitivamente la fila y buscar un paraíso donde nadie me exija que demuestre que yo soy yo y los adivinos tengan futuro. Pero ese paraíso no existe.

Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa.