para Sandra Lorenzano, que me
advirtió
Siempre he padecido el acicate de las plagas y lo que más
me aterra es la aparición del flagelo inesperado, el que nunca imaginamos y
deshace todas nuestras previsiones más íntimas. Es una forma del azar que nos recuerda
la exigencia de estar alerta siempre; no olvidar nunca que, estés donde estés,
hagas lo que hagas, siempre serás un exiliado. Alguien que vive fuera de, procurando reconstruir un
mundo ya imposible.
Mientras oigo el zumbido y nos encerramos en las
recámaras, recuerdo otro momento, hace ya varios años, cuando en tres días no
salimos de la cama más que para lo necesario. La recámara apestaba a palomitas que
Ana y José habían regado por toda la habitación. Con dificultad me levantaba al
baño, a darle de comer al hurón, a los gatos o a preparar algunos sándwiches
para los niños e intentaba recoger un poco las migajas y las envolturas de los
dulces pues me horrorizaba que las cucarachas hicieran su aparición mientras
dormíamos. “Aquí las plagas bíblicas son reales”, me dijo un amigo cuando
llegamos a Paso de Ovejas. “En cuanto llueve, llegan las culebras; después
aparecen unos moscos pequeños, diminutos, —chaquistes,
les dicen— de los que sólo tienes noticia cuando ya te picaron y tus piernas y
brazos se cubren con unas ronchas duras y rojas que provocan una intensa
comezón que te atormenta durante días, si te va bien. Si no, le sumas la
calentura. Luego debes cuidarte de otros moscos, los del dengue; de las arañas —tarántulas
y otras enormes, con la panza amarilla, o de las viudas negras—. También llegan
gusanos, negros, peludos, que se llaman chinahuates;
azotadores, pues. Cuando los chinahuates
se van, aparecen las mariposas negras. Después el calor y entonces todo se
llena de cucarachas: las típicas y otras, más pequeñas, que vuelan y les dicen chompipes. A las cucarachas las
persiguen ríos de hormigas, voladoras o no, que las devoran a su paso. Pero no
acaban con todas. Siempre hay cucarachas”. Ese día, mi amigo había ido a
despedirse. Regresaba finalmente a la ciudad de México después de su aventura
por este paraíso y nos quedamos solos, a merced de las plagas.
Los niños no bajaban de la cama hasta que les asegurara que
no había bichos y siguieron poniendo las mismas películas, repetidas una infinidad
de veces. Ya no estaban tan felices con sus involuntarias vacaciones pues el
primer día hicieron largas listas de actividades que no pudimos cumplir y nos
quedamos en pijama, sin ir a la escuela o a la universidad, ni siquiera a sus
clases de música. Y seguimos así, sobre la cama, que es lo único que alcanzaba
a poner en su orden a media mañana, supongo, porque odio los relojes y en
aquella ocasión los niños bajaron las persianas para imaginar que se encontraban
en el cine.
Me dolía todo el cuerpo porque en las noches José se atravesaba
en la cama y Ana y yo nos quedamos en la orilla haciendo equilibrios para no
caernos; pero preferí que nos acostáramos juntos para ver si así podía dormir y
porque tenía pavor de que se enfermaran antes de que David volviera o les picara
un animal sin que yo me diera cuenta.
Siempre he creído que si estamos juntos nada malo puede
ocurrirnos o, si nos pasa, nos pasa a todos. Nos salvamos o nos morimos, pero
juntos. Cuando llegamos aquí pasaron meses antes de que me atreviera a dejar
que los niños durmieran en su habitación y acondicionamos colchonetas en el
piso hasta que a José le dio el primer ataque de asma y al encender la luz descubrimos
que la exagerada descripción de las plagas bíblicas era una realidad
escurridiza.
La de hoy no se escurre. Vuela, con un sonido atroz de tan
intenso. Llegó antier, sin previo aviso, como todas las plagas. Habíamos matado
más de cien y nos preguntábamos por su estirpe, africana o común, mientras mis
hijos contaban los cuerpos esparcidos por la cocina, los baños, en cualquier
sitio. La nube que zumbaba afuera de las mallas con las que intentamos
protegernos de las otras plagas era ya amenazadora cuando llamamos a los
bomberos, que llegaron sin el brillante camión rojo o protección alguna. Después de una hora de batalla, lograron que se fueran.
Dicen que las abejas son los espíritus de nuestros muertos que vienen a
visitarnos, a protegernos. Ahora no dejo de preguntarme si las pobres guerreras asfixiadas podrán todavía interceder por nosotros. Las que aún vuelan, zumbando en
el cubo de la escalera, serán debidamente protegidas.